Por Adela Navarro Bello
En un país como México, en el cual impera la corrupción y la impunidad —y ese contexto es el caldo de cultivo para el crecimiento de la criminalidad organizada y el narcotráfico—, el destino fatal de muchos se encuentra en una intersección: por un lado, una ejecución, por el otro, la desaparición. Los primeros forman parte de una estadística, aun manipulada, que es parámetro no solo del nivel de violencia que se vive en el país (con AMLO sumaron más de 200 mil los asesinatos), también para tasar la impunidad. Los segundos desaparecen en el olvido ante la indiferencia oficial de si no hay cuerpo, no hay evidencia, aun cuando son recordados y buscados por los suyos.
Aunque los desaparecidos también deberían ser contados, tal cual se hace con los ejecutados, para la autoridad federal en la Secretaría de Gobernación, de 2006 a la fecha en el país únicamente se acepta la desaparición de poco más de 125 mil personas, en contraste con los más de 200 mil homicidios dolosos registrados en los cinco años y diez meses que tuvo de duración el periodo del presidente Andrés Manuel López Obrador.
A diferencia de los asesinatos o ejecuciones de las mafias y sus células en México, donde el cuerpo es el registro de la estadística, en el caso de los desaparecidos parece ser que no tienen a quien contar: ni las pesquisas de los familiares, ni la búsqueda de los colectivos organizados para ello, son declaraciones que se tomen con seriedad y como consigna oficial para integrar una estadística de desaparecidos en México.
Ahí está el ejemplo del Rancho Izaguirre, localizado a inicios de marzo por el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco, en el cual encontraron restos óseos, presuntamente de humanos, en lo que llamaron un centro de exterminio del Cártel Jalisco Nueva Generación, del cual, por cierto, ya tenían conocimiento las autoridades de Jalisco, pero que dejaron, por incapacidad, colusión o corrupción, seguir funcionando. A pesar de los huesos, de las prendas de ropa, de los accesorios y los zapatos encontrados en el Rancho, el gobierno de la República y la FGR han hecho hasta lo imposible para cambiar la realidad social y “demostrar” que no era un centro de exterminio del cártel, sino uno de adiestramiento, como si la categoría minimizara el hecho de que una organización criminal se apodera de una región y erige centros de reclutamiento, de muerte, de desaparición forzada, como lo han explicado con decenas de testimonios de personas que sobrevivieron a ese campo clandestino de la mafia mexicana.
A estas alturas, para la criminalidad organizada es más fácil desaparecer a una persona que matarla. Desaparecerla significa que no será contada por la autoridad, que no será buscada por las fiscalías, que simple y sencillamente quedará al margen de la justicia. En esas condiciones, corren peligro los buscadores de personas. En Baja California, en febrero de 2024, fue asesinada Angelita León, una buscadora del municipio de Tecate que había descubierto no solo restos humanos, sino cuerpos en los cerros de aquella demarcación frontera con los Estados Unidos. Con sus medios, los de su colectivo y otros que se sumaron, solía hacer las expediciones que el gobierno del Estado y la FGE se niegan a hacer, localizando los despojos para buscar identificarlos y acercar a las víctimas a la justicia.
Don Eddy Carrillo, un destacado padre buscador, encontró los restos de su hijo cinco años después de empezar su frenética búsqueda y de haber localizado miles de desaparecidos, algunos vivos, los más, muertos, desmembrados, enterrados para que el olvido bajo tierra imperara; en ese trajinar en busca de su hijo, don Eddy fue objeto de muchas amenazas, lo amenazaban los criminales y también aquellos que en su búsqueda, veían tocada la impunidad que el Estado les provee, delincuentes de cárteles o con charola.
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