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Por Adela Navarro
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La camioneta Ford Explorer tenía más de 80 impactos de bala. Le tupieron los sicarios por varios flancos. Nueve de los asesinos pagados por el cártel de los hermanos Benjamín y Ramón Arellano Félix, después de emboscar al periodista en su vehículo, formaron un semicírculo frente al mismo y abrieron fuego.

La muerte de uno fue la vida de otro. El líder sicario, David Barrón Corona, el CH, quien se sabría posteriormente tenía en su organismo opioides, cayó muerto de forma instantánea. La esquirla de una bala que disparada por sus sicarios se partió al impactar la reja de herradura de una casa, le entró por el ojo y lo dejó sin vida. “Es como si le hubiesen bajado la palanca de la energía”, diría uno de los forenses para explicar por qué el cuerpo inerte del matón sostenía, más allá de la vida, la escopeta con la que disparaba al vehículo del periodista.

No era la única arma que portaba el CH. Fajada a la espalda una 45 con la que daría el tiro de gracia a Jesús Blancornelas aquel jueves 27 de noviembre de 1997. El día que los Arellano habían elegido para quitarle la vida al director fundador del semanario ZETA en Tijuana, Baja California.

Por entonces aún gobernaba el PRI en el país. El doctor Ernesto Zedillo Ponce de León era el presidente de la República, y un panista, don Héctor Terán Terán, el gobernador de Baja California.

Aquel jueves fatídico era, como suele serlo cada jueves -hasta la fecha, el cierre de edición del semanario ZETA. Una noche antes ya casi de madrugada, editores y reporteros habían concluido, bajo la dirección de Blancornelas, casi un 80 por ciento de la edición impresa que circularía el viernes 28 de noviembre de 1997.

El atentado contra el director del semanario sucedió por la mañana. Justo a la mitad de la distancia que separaba el hogar del periodista y las oficinas de ZETA. Apenas el reloj había marcado las nueve de la mañana cuando Blancornelas se comunicó, por un radio de banda civil con central en el archivo del periódico, para alertar: “Ya nos dispararon, ya nos dispararon”. Quienes estábamos en la redacción lo escuchamos clarito. Procedió a proporcionarnos la ubicación de donde se encontraba herido.

Editores, reporteros y fotógrafos, y algunos administrativos, acudimos al lugar de la balacera. La escena era terrible. Un sicario empuñando un arma, tirado frente a la camioneta en medio de un charco de sangre fresca aún. El director de ZETA quejándose a gritos de dolor. Luis Valero, su seguridad y escolta, con la cabeza tendida sobre su pecho aun en el asiento del conductor del vehículo. Su arma, tenía un permiso para portarla, descansaba sobre una de sus piernas. No tuvo tiempo de accionarla para enfrentar a los asesinos del cártel. Certeros disparos entraron por su pecho y le arrebataron la vida. Antes, con su habilidad de protector, salvaguardó la vida del periodista cuando le indicó que se hincara sobre el piso de la camioneta del lado del copiloto.

Efectivamente, el motor del vehículo fue la barrera que cubrió a Blancornelas de sufrir un impacto fatal. Cuatro balas sí acertaron en su humanidad. Un rozón en la mano, otro en el cuello, uno más en el costado, y una bala sí logró entrar por el mismo costado. Le perforó el pulmón y se deslizó hacia la columna vertebral.

El periodista fue rápidamente trasladado al hospital. Editores, reporteros y fotógrafos estuvieron ahí presentes. Después, se enfilaron hacia las oficinas del semanario. Ninguno pensó en seguridad para resguardar la integridad física, todos coincidimos: iniciar la investigación periodística sobre el atentado a nuestro director, para publicar la edición de ZETA del día siguiente.

Dos eran las motivaciones: somos periodistas de investigación que ejercemos nuestro derecho a la libre expresión en un clima hostil y, la esperanza de que Blancornelas salvara la vida, y que entonces al despertar, se molestara al saber que no habíamos hecho periodismo en su ausencia.

Lo primero fue una reunión de editores con reporteros y fotógrafos. Tres éramos los responsables editoriales ante la ausencia de nuestro líder: Francisco Javier Ortiz Franco, a quien el mismo cártel mandaría asesinar siete años después, Héctor Javier González Delgado, y su servidora, Adela Navarro Bello. Además, los hijos de Blancornelas, que entonces y ahora, laboraban en el semanario. El mensaje al equipo, a todos, de todas las áreas, fue que el director estaba siendo oportunamente atendido, que iniciaríamos la investigación periodística y que cambiaríamos la edición del día siguiente.

El 28 de noviembre de 1997, la portada de ZETA fue una imagen de la camioneta del director al fondo, y en el centro, el sicario caído en la escena del atentado. La fotografía había sido tomada, con temple y sin llanto, por el hijo menor de Blancornelas, César René Blanco Villalón, a la postre, codirector del semanario.

La cabeza de la nota: NARCOJUDICIALES, Uno de los asesinos, el CH. Además, un cintillo superior para acabar con los rumores que daban por muerto al director del semanario: “Blancornelas: estable”. Y dos cintillos inferiores complementarios, “La responsabilidad de Terán (el gobernador). Sospechosamente, el atentado después de que el gobierno le retiró la guardia”.

Para lograr las diez páginas de información que publicamos al día siguiente del atentado, el equipo editorial, en pleno, desplegó sus habilidades reporteriles para develar el entramado policíaco, criminal y político, que había concluido con el atentado al periodista y el asesinato de su escolta.

Unos reporteros cruzaron la frontera hacia los Estados Unidos, donde contactos nos proveyeron de información, y otra más se obtuvo en las Cortes del vecino país, donde sí investigaban a los hermanos Arellano Félix. Un editor fue el enlace con las autoridades, desde la presidencia de la República, la entonces PGR, las corporaciones locales y la presidencia municipal que por entonces titulaba José Guadalupe Osuna Millán.

Un editor más, el eje central desde el hospital donde intervenían a Blancornelas, haciendo contacto con el Ejército, que se había acuerpado en las instalaciones para proteger al periodista, los médicos y otras autoridades. Uno más, a coordinar los trabajos en la redacción.

Compañeros reporteros se encargaban de hacer la crónica de los hechos, unos más de investigar vida y obra de Luis Valero, otros de recopilar las amenazas que había recibido Jesús Blancornelas, y otros apoyaban con entrevistas y lectura de archivo. De qué o de quiénes había escrito el periodista atentado. Su narrativa se centraba en diversos temas periodísticos, pero particularmente en la investigación de los cárteles del narcotráfico, con énfasis en el de los Arellano, la corrupción policíaca y el gobierno ineficiente.

La redacción de ZETA trabajaba a su máxima capacidad. Todo era silencio. Aun en shock, incredulidad, sufriendo por dentro el destino incierto del director del periódico, y padeciendo el asesinato de Luis. En la redacción no se llora, en la redacción se investiga y se hace periodismo. Y eso es exactamente lo que sucedió aquel jueves 27 de noviembre de 1997, mientras Blancornelas y los médicos luchaban por su vida.

El equipo editorial, después de la investigación periodística, llegó a varias conclusiones, una la más fuerte: había una complicidad entre policías y el cártel de los Arellano para matar al periodista. De entrada, allende los documentos recopilados en los Estados Unidos, y las investigaciones internas en las corporaciones locales a las que editores tuvieron acceso, un mes atrás había sucedido un notorio hecho.

Jesús Blancornelas era escoltado por judiciales inscritos en la entonces Procuraduría general de justicia del estado de Baja California, pero cuando el 28 de octubre de 1997 publicó un testimonio que develaba la participación de Ramón Arellano en el asesinato de unos jóvenes, que, a saber, habían colaborado en el enfrentamiento que acabó con la vida del cardenal Juan Jesús Posadas y Ocampo en Guadalajara en 1993, los escoltas, de forma unilateral, dejaron de proteger a Blancornelas. Simplemente dejaron de asistir. Se fueron. Sabían que un atentado contra el periodista se fraguaba.

De todos estos hechos se dio cuenta en la publicación de ZETA, además la investigación incluyó entrevistas, formales y fuera de libreta, estadísticas, recuentos, reacciones, inspección de hechos y revisión de archivos. Editores, fotógrafos y reporteros hacían su trabajo en la redacción, mientras sentían la muerte de Luis Valero, un compañero simpático, generoso con su tiempo y su ayuda, y desconociendo, a pesar de las constantes actualizaciones médicas, el futuro de Jesús Blancornelas.

La edición del aquel 28 de noviembre de 1997, con las diez páginas de investigación y análisis sobre el atentado a Blancornelas y el asesinato de Valero, terminaría la madrugada de ese día. Una vez cumplido con el deber periodístico, ya con el material en la imprenta, entonces sí, en las escaleras, en la banqueta, en la sala, en la recepción, se escuchó el llanto.

Este 11 de abril el semanario ZETA llegó a 43 años de fundación. 26 años desde aquel atentado y 17 años desde el fallecimiento en 2006 del director fundador. La redacción sigue haciendo periodismo, como dice un cuadro en esa oficina: “aun con dolor y sentimiento, libres como el viento”.

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@adelanavarro

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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