Por Alejandra Latapi

El 22 de julio de 1968, estudiantes de la Vocacional 2 tuvieron una pelea con los muchachos de la preparatoria Isaac Ochoterena, a un costado de la Ciudadela. Desde la ventana de mi habitación, mi abuela y yo observamos los golpes y patadas que se daban. Mi madre nos calmó: ya llegará la policía a parar el pleito. Y sí, llegó la policía con toletes a golpear y subir estudiantes a sus vehículos. De ahí al 2 de octubre en Tlatelolco el reclamo que desató la violencia policíaca se convirtió en movimiento social.
Yo tenía siete años. No entendía más que lo que veía: jóvenes escapando de los que luego supe que se llamaban granaderos. Tardes de silencio absoluto con esos granaderos alrededor del Reloj Chino; camiones de redilas a los que subían cuerpos jóvenes; bajar corriendo a la calle de la mano de mi mamá cargando al bebé y con mi otro hermano, para decirles a los soldados que ese muchacho al que tenían detenido era mi papá, no un maestro ni un estudiante. Todo eso pasaba en mi colonia, frente a la Secretaría de Gobernación, mientras en mi escuela nadie se enteraba.
Hasta que un día no pudimos salir de casa. La zona estaba sitiada. No fui a la escuela uno o dos días, quizás. Excélsior estaba a unas cuadras. Ni sus páginas ni Jacobo explicaban lo que mi mamá esperaba que dijeran: que pasaban cosas, que ya venían las Olimpiadas y que los estudiantes seguían con “sus bolas” y la policía los detenía. No entendí que lo que me dijo la directora de la primaria se llama censura: que dejara de asustar a mis amigas con inventos. Mientras mi abuela y yo escondíamos estudiantes en la azotea del edificio, esas bolas aumentaban en dimensión y frecuencia, hasta que se hizo imposible callarlas.
El éxito de la organización de las Olimpiadas parecía haber borrado la represión. Así se sentía el ambiente en los estadios y al recorrer la Ruta de la Amistad, con esas esculturas gigantes de tantos países. Así lo reflejaban las sobremesas en una ciudad pintada de modernidad por los diseños de la gráfica y el orgullo por nuestra cálida anfitrionía. Así se decía: que habíamos superado la tentación comunista y dado muestras de capacidad e institucionalidad. No fue tan fácil.
Entre esos días y las marchas de repudio por el fraude electoral de 1988 pasaron algunas reformas políticas para ir abriendo espacios a la participación política opositora. Unas para abrir y otras para institucionalizar aún más el control político. Si bien hubo intentos por reglamentar el ejercicio de la libertad de expresión, quedaron frustrados. Conquistamos esa libertad y el derecho a la información, propusimos y tuvimos instituciones autónomas para vigilar y supervisar al gobierno. El tránsito del régimen posrevolucionario autoritario a uno con vocación e instituciones democráticas fue asumido como un camino sin vuelta atrás, aunque lento e insuficiente lo creímos conquistado.
Fui una niña más que jugó en la calle y pudo caminarla sola. Pedí aventón para llegar a la Universidad y usé sin mayor temor el transporte público; hablé con personas desconocidas, con amabilidad y sin sospechas; he dicho y publicado lo que pienso y opino. De esa lista hay cosas que hoy ya no son posibles. Ni en mi ciudad, ni en mi país.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

Comments ()