Por Ana Cecilia Pérez
Por un instante pensé que era una broma.
Un grupo de altos funcionarios de la administración Trump estaba organizando ataques aéreos contra objetivos en Yemen... en un chat grupal de Signal. Hasta aquí todo mal. Pero el desastre no termina ahí: alguien —supuestamente el asesor de seguridad nacional— agregó por accidente al editor de The Atlantic a ese mismo chat.
Sí, un periodista. Testigo silencioso de las decisiones de guerra de una potencia mundial.
Y entonces pasó lo impensable: el periodista se quedó leyendo. Como si estuviera viendo una película en vivo, sin saber si reír o correr. Había mensajes con horarios, blancos militares, detalles de despliegue de armas. Todo acompañado de comentarios como “100% OPSEC” (máxima seguridad operativa, en teoría) y emojis de puño, bandera y fuego. Porque si vas a lanzar un ataque, ¿qué mejor que celebrarlo con stickers?.
En ese momento pensé: esto no es solo una anécdota absurda. Es un síntoma.
Un síntoma de cómo la banalidad del poder puede volverse peligrosa, de cómo la confianza mal entendida en la tecnología suple la preparación, y de cómo quienes toman decisiones críticas parecen no tener idea del valor —ni del riesgo— de lo que están manejando.
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