Por Ángeles Mariscal
Chiapas es un estado hermoso, increíblemente hermoso. Montañas, ríos de agua limpia, árboles de diferentes tonos de verde que se pierden entre las nubes. La primera vez que hice un recorrido por la zona sierra-fronteriza con Guatemala, compañeros de viaje de una organización europea dijeron que los paisajes se parecían a Suiza. En algunos lugares de esa región así le llaman: la Suiza Chiapaneca.
Parto esta columna desde lo personal, desde mi senti-pensar, una mezcla de nostalgia por lo que fue este territorio y lo que es ahora; no es que los paisajes hayan cambiado, es que ahora es un territorio con personas tristes. En Chiapas, particularmente en esta zona, se vive una especie de duelo colectivo. No puede ser de otra manera, porque desde hace tres años muchas voces se han ido apagando y otras hablan en susurros, atravesados por el miedo.
De cómo empezó esta historia de violencia algunos periodistas lo hemos ido narrando casi en tiempo real: el 7 de julio de 2021 se dio una balacera en la capital de Chiapas -algo inédito en ese momento- en la que un grupo armado asesinó a un hombre que iba en una camioneta con otras personas y varios custodios.
Extraoficialmente se informó (y todo ha sido extraoficial desde entonces porque oficialmente los gobiernos estatal y federal han negado la situación de guerra en la que vivimos) que integrantes del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) asesinaron a un hombre llamado Ramón Gilberto Rivera, hijo de Gilberto Rivera Amarillas, el “Tío Gil”, quien fungió como operador del Cártel de Sinaloa (CDS) hasta su captura en 2016. Ramón Gilberto Rivera era su heredero y con su muerte inició la guerra entre los dos cárteles por el control del territorio y las rutas de tráfico en las que hasta ese momento el CDS las operaba con la complicidad o aquiescencia de autoridades de los tres niveles de gobierno, lo que no provocaba mayor conflicto entre la población quienes, salvo casos particulares, se mantenían al margen.
Cualquier persona podría pensar que esto era un pleito de narcos, un asunto entre criminales, pero estos criminales alimentan su guerra con personas y con recursos. ¿De dónde sacar a las personas y los recursos sino de la misma población local?. Así lo hicieron ambos grupos, primero intentaron adquirir terrenos en zonas estratégicas, pero como la mayoría son ejidos y en los ejidos cualquier venta de tierra debe pasar por un acuerdo de la asamblea de ejidatarios, encontraron oposición porque los ejidatarios vieron con desconfianza que personas de fuera con evidente pinta de delincuentes, quisieran asentarse en su región. Para “persuadirlos” empezaron a asesinar y desaparecer a los líderes y autoridades comunitarias; este fue también el inicio de las desapariciones de personas en Chiapas, a semejanza de lo que veíamos pasaba en otros estados. Hoy estos casos se cuentan por miles.
A las amenazas, desapariciones y asesinatos vinieron las extorsiones, el llamado “cobro de piso” que ahora se exige hasta por tener una casa. En esta región se “pide” el pago mensual de 500 pesos por vivienda, lo que suma unos 8 millones de pesos mensuales solo por ese rubro. También se les exige una parte del recurso que se obtiene por todo lo que se comercia, desde un costal de maíz hasta un auto. La peor parte vino cuando exigieron que cada hombre mayor de edad debía presentarse en puntos carreteros estratégicos, para servir como escudos humanos, ya sea en las confrontaciones entre cárteles, o para cerrar el paso a militares cuando estos, ocasionalmente, esporádicamente, deciden intervenir.
Las historias de familias buscando a sus desaparecidos, de las pilas de muertos que deben enterrar en fosas clandestinas -muchos de estos muertos son sicarios que uno y otro cartel contrata ya sea en Guatemala, o entre jóvenes migrantes centroamericanos, y entre quienes vienen del norte, pero otros son pobladores de la zona- y de desplazados que buscan huir en silencio y a escondidas, se cuentan por miles.
Esto que se puede resumir en un párrafo tiene rostros, tiene vidas; y esas vidas, esos rostros, esas miradas han ido cambiando con el paso de los meses. Se trata de amigos, de vecinos, de conocidos, de personas que pasaron del asombro al dolor, del dolor al miedo, al enojo; del enojo a la tristeza que viene de la impotencia porque si antes buscan denunciar para que la autoridad interviniera, ahora muchas personas tienen la certeza de que la autoridad no va a intervenir porque, como dijeran los zapatistas, “el problema viene de arriba”.
“Gracias por recibir mi llamada, por escucharme”, me dijo un hombre de unos 45 años apenas el pasado lunes. Me explicó que estaba escondido en una vivienda porque la confrontación entre cárteles se había recrudecido y les exigieron que todos los hombres se presentaran en el frente de batalla. A él lo conocí hace meses, cuando logró salir por entre las montañas y llegó a la ciudad donde yo me encontraba. Quería denunciar lo que estaba pasando. Me dijo que él había ayudado a muchos jóvenes a huir del reclutamiento forzado, les había conseguido una constancia de residencia para que pudieran llegar a Estados Unidos a pedir asilo.
En la llamada del lunes me dijo que se sentía triste, que estaba enfermo porque había huido por la montaña y estaba lloviendo. Me dijo que solo quería escuchar una voz amiga, que pensaba en el café que alguna vez tomamos. Le dije que tuviera ánimo y que la próxima vez que nos viéramos iba a ser en mejores circunstancias e íbamos a tomar café y a hablar con amigos mutuos. Este tipo de llamadas o de mensajes de texto cuando no se pueden las llamadas, se han hecho una constante: personas que solo quieren ser escuchadas como una forma de consuelo, a veces buscando un consejo; y de mi parte tratando de darles ánimo, contándoles cómo está la situación en otras regiones, hablándoles de quienes han logrado superar situaciones como las suyas, abrazándolos a la distancia.
En otros tiempos el trabajo periodístico tenía una fuerza y una potencia transformadora, una denuncia o el contar la historia de lo que viven las personas como las de la sierra de Chiapas, generalmente obligaba a la autoridad a actuar. Ahora solo veo el silencio o la denostación, incluso la complicidad y la participación de los agentes del Estado. Ante la gravedad de lo que hoy mismo está pasando, ante las miles de personas que están siendo usadas como escudos humanos, ante los desplazados que ya no tienen cabida en México y ahora buscan la seguridad cruzando a Guatemala, escucho la respuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador quien con una ligereza indignante les pide “que no apoyen a las bandas”. Yo me pregunto ¿cómo señor Presidente? ¿Cómo una persona, una comunidad, puede oponerse ante la fuerza de un cartel y la omisión de la autoridad? ¿Cómo se puede sobrevivir en Chiapas?
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Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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