Por Bárbara Anderson
En estas fiestas tuve la suerte de recibir a muchos familiares en casa.
Los momentos añorados por años (pandemia mediante), las largas charlas pendientes, la necesidad de contarnos nuestras vidas fueron sustituidos por las pantallas de los celulares: un ring permanente de un teléfono anunciando cada segundos un nuevo mensaje de alguien en Whatsapp, adolescentes mandando fotos y replicando memes, adultos haciendo scroll en un pequeño vidrio con mucho brillo y todos mostrando qué está pasando o que están recibiendo en ese instante.
Basta con ver las fotos de las cenas para encontrar a más de la mitad apenas levantando la vista de su celular pegado a su mano.
No compartimos tantos momentos juntos pero si mucho contenido de consumo instantáneo, miles de micro historias de poco valor y escasa capacidad de quedarse en nuestra memoria siempre decorado por pegadizas músicas de fondo.
Nadie se levanta de la cama, de la mesa sin el teléfono en su mano.