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Por Bárbara Anderson

Insomnio. Angustia. Falta de interés. Llantos frecuentes. Pérdida de entusiasmo. Cansancio. Desesperanza.

Con este cocktail en mi cuerpo desde hace meses y viendo que mi pincel emocional gris ya estaba  pintando a toda mi familia con el mismo color, decidí regresar con mi psicóloga. 

Me escuchó como pudo -llorar y hablar nunca combinan bien-, me vió acabarme su caja de pañuelos, me vió el ceño apretado, las manos inquietas, el cuerpo agotado y un desorden que no me animaba a ponerle nombre. 

“Tienes depresión. Yo puedo ayudarte, pero ahora necesitas un psiquiatra que te apoye desde el punto de vista médico con medicinas específicas”. 

Psiquiatra y oncólogo son palabras que tienen casi el mismo peso específico… O al menos para mí. 

Salí de la sesión y caminé largas cuadras con la mirada en el suelo y una espina clavada justo en el lugar que detonaba mis lágrimas. ¿Qué tan mal estoy que necesito un psiquiatra? ¿Regresaré a mi casa y le diré a mi familia que estoy loca, que viven con una loca? ¿Seré dependiente de antidepresivos de por vida?¿Cómo no puedo salir adelante echándole ganas, poniéndome metas estrictas y yendo con mi terapeuta una vez a la semana? 

Me dió pavor marcarle al psiquiatra y pedirle una cita. Tenía miedo de volver a recitarle mis letanías a un extraño para que encontrara el qué y me diera pastillas para eso.

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.