Por Bárbara Anderson
Escribo esta columna en cama, con fiebre y tosiendo de a ratos, mientras trato de que la congestión baje y con ella el calor en mis ojos y la inflamación de mis articulaciones.
El 14 de marzo, hace menos de una semana, rompí un invicto de tres años y fui carne de Covid-19 (en la variante ‘N’ mil que lleva a la fecha).
Agradezco estar despierta, en mi casa y escribiendo. Agradezco tener tres vacunas que bajaron a su mínima expresión todos los síntomas y efectos del virus.
Días antes, me encontré con unas amigas que estaban enojadas con el tránsito excesivo y desordenado, “no hemos aprendido nada de la pandemia”. Horas más tarde, en la puerta de la escuela de mis hijos, unas madres discutían porque veían muy atrasados los temas que debían darse en las aulas, que ya el colegio no era tan exigente como antes de la pandemia, “¿no aprendieron los maestros lo que fue estudiar desde la casa? ¿Por qué no aprovechan ahora a poner velocidad máxima?”.
Y empecé a hilar todos esos comentarios con el cine (pueden culpar a la fiebre de doña Omicron).
Aún resonaban la semana pasada los nombres de las películas nominadas y ganadoras de los Oscar y pensé: ¿por qué no había ni un solo film, ni un corto animado, ni un documental que tuviera como eje o como escenario la peor pandemia en un siglo que estamos apenas librando?
En el teatro de Los Ángeles todos los flashes los robaba Pedro Pascal, el actor chileno que protagoniza la taquillera serie The last of us’, ¿hacía falta imaginar un mundo distópico de contagio global por un hongo cuando realmente la vivimos a causa de un virus de origen aún controvertido?
¿Qué metaverso más genuino que el que nos generó en pocos días el Gran Confinamiento donde, como reza el título de la gran ganadora del año, tuvimos Todo en todas partes al mismo tiempo en nuestra casa: la escuela de los niños, la oficina, los parientes, la vida social y hasta los duelos?
Encerrados, muchos como el propio Brendan Fraser (La Ballena) tuvimos que capotear la angustia y la soledad, no por obesidad mórbida o depresión, sino por seguridad, por salud porque era lo que nos parecía correcto.
Sin novedad en el frente… fue lo que vivimos en carne propia, porque ni en el gobierno federal, ni la Secretaría de Salud, ni la Bienestar, ni el zar anti-covid -que prefirió convertirse en líder y profeta mediático antes que en un profesional honesto- nos decían ni la verdad ni nos guiaban a un lugar más seguro con la información adecuada.
En pocos días se cumplen tres años de unas vacaciones de Semana Santa anticipadas que daba el ex Secretario de Educación, Esteban Moctezuma, a los millones de alumnos para dejarlos primero por unas semanas y luego más de dos años a merced de un plan barato y poco eficiente como fue La escuela en casa.
Si nos guiamos por el único dato fehaciente que hay en los registros mexicanos que es el exceso de letalidad, esta pandemia se cobró la vida de 793 mil 625 personas, casi 2.6 veces más que el conteo oficial (‘los otros datos’) del gobierno 4T.
Entiendo que mucho tiene que ver con protegernos mentalmente.
Como en los casos de un evento violento, el estrés post traumático del Sars-cov2 parece que nos hizo olvidar las imágenes de la gente vendiendo su lugar en una larga fila en la madrugaba para conseguir un tanque de oxígeno, los servicios fúnebres sin abasto en sus hornos crematorios que trabajan 24/7, la gente que se sentaba en las banquetas a intercambiar artesanías por comida, la escasez de camas en hospitales, la extenuante tarea de médicos y enfermeras, los bonos por comidas anticipadas que vendían los restaurantes para tener con qué mantener a sus empleados, los semáforos sanitarios por colores de contagio, doña Susana Distancia y las otras heroínas de caricatura del “Escuadrón de la Salud’ que presentaron en Palacio Nacional (Refugio, Prudencia, Esperanza, Aurora), el triaje en los hospitales, las filas insanas y descuidadas para los hisopados a quienes se los tenían que hacer sí o sí porque en una Secretaría habían dividido las ‘actividades esenciales’ de las que no, en un metaverso (sin Jamie Lee Curtis) llamado la ‘nueva normalidad’.
Más allá de decir, con más soberbia que dignidad, ‘no me arrepiento de nada’ sobre el manejo de la pandemia, días atrás el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell solo ha respondido por el uso VIP del Remdesivir entre funcionarios de gobierno y sus familiares (donde se incluye). Aún nos debe un ‘entregable de la pandemia’, un mapa que nos muestre (como en la entrada del zoológico) dónde estábamos en marzo de 2020, por dónde pasamos y hacia dónde nos dirigimos ahora que la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) considera al Covid-19 como una gripe estacional.
¿No sería adecuado tener ya redactada una Guía para Pandemias?: un manual donde se incluyan sólo las buenas prácticas, lo que sí funcionó, lo que hubiera sido importante hacer antes (o no hacer), las recomendaciones, lo que le aprendimos a otros países, lo que se debe tomar en cuenta desde el punto de vista social (escuelas, empleos, apoyos, controles, información, servicios, ayudas, soporte) y la manera en la que se repliega un sistema de salud gigante como es el méxicano para hacer frente a una crisis sanitaria por momentos -largos- incontrolable.
Recién estamos sacando la cabeza de una ola del tamaño de las de Nazaré en Portugal, una ola que nos dejó en la costa cansados, mareados, en muchísimos casos tristes y con secuelas.
Todavía nos preguntamos “¿no hemos aprendido nada?”
¿Qué pasará en la siguiente pandemia? Porque sí habrá otra, dicen epidemiólogos de todo el mundo, incluidos los de la también golpeada OMS.
¿Pasará como en los sismos qué todo son prisas mientras aún vuela polvo tras el terremoto y luego tardan años en habilitar un edificio?
Creo que no debemos olvidar lo que nos pasó, por traumático que haya sido.
No debemos mirar a The Last of Us como algo allá en el futuro que nunca ocurrirá o a Sin novedad en el frente, como algo que pasó hace 100 años.
Nada vuelve a ser igual después de una guerra, ni de un tsunami, ni de un terremoto… Tampoco de una pandemia de 36 meses.
Estamos a tiempo de que esto no sea memoria histórica (como la que mostró la película Argentina 1985) y salvemos cientos de miles de vidas con tal vez un poco de humildad y pidiendo recetas a países que demostraron más orden y efectividad (y menor letalidad) como Israel, Nueva Zelanda, Singapur o Canadá.
No hay que inventar el hilo negro, solo hay que conseguirlo, adaptarlo a nuestro país, cultura, presupuestos y guardarlo como esa Guía imprescindible que nos de tranquilidad y certidumbre.
2020 no está tan lejos como para que ya nos hayamos olvidado, incluso, de exigir una rendición de cuentas firme a quienes tomaron decisiones sobre la vida de 120 millones de mexicanos.
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