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Por Claudia Aguilar Barroso
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¿Cómo llegamos hasta este punto? ¿Cómo llegamos a normalizar el máximo desdén institucional, desacatar resoluciones jurisdiccionales y minimizar errores graves, inconsistencias y omisiones en una reforma constitucional de gran envergadura, como lo es la reforma judicial, simplemente por hacer las cosas a prisa y sin responsabilidad? Observo detenidamente lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo; explicaciones van y vienen, pero me cuesta trabajo entender, y sobre todo justificar, tanta destrucción. Nada lo vale, nada lo justifica, ni los presuntos actos de corrupción, ni la endogamia, ni lo presuntamente alejados de la gente que se percibe a las personas juzgadoras. Nada de esto justifica el desmantelamiento de uno de los tres poderes de la unión por decisión de los otros dos. No es democratización, es pura destrucción. ¡Purgar no es democratizar! Lejos de “democratizar” la justicia, como alegan sus promotores, esta reforma busca someter al Poder Judicial al control político; se trata de asegurar lealtades, y no de garantizar una mejor impartición de justicia.

El expresidente López Obrador sin duda ha dejado una marca profunda en la historia política de México, y sin duda es un líder irrepetible, pero quizá ninguna de sus decisiones será tan controvertida y destructiva como la reforma judicial aprobada sin reparo ni convicción en el ocaso de su sexenio. El 2 de junio, el partido oficialista y sus aliados lograron lo que parecía imposible (o por lo menos algo que había quedado en el pasado y que no podría replicarse en el México del siglo XXI): obtener la mayoría calificada en ambas cámaras. Y esto fue lo que hizo posible que, al término de su gobierno, a manera de regalo de despedida, esas mayorías aprobaran una reforma judicial que, lejos de fortalecer al Poder Judicial, lo ha sumido en un caos sin precedentes.

La aprobación de esta reforma es un ejemplo claro de la sumisión política de un poder que debiera ser autónomo (el Legislativo) frente a otro (el Ejecutivo). Diputados y senadores leales al oficialismo permitieron que la reforma se aprobara, publicara y entrara en vigor con mínimas modificaciones, aunque se insista en señalar que fueron más de cien las que se hicieron a la iniciativa presidencial de febrero. Lo hicieron a una velocidad que destruyó las normas del procedimiento legislativo y violó los principios esenciales de la democracia. El resultado no fue otra cosa que un engendro constitucional, plagado de contradicciones e incoherencias. “Antinomias” nos corrige la Consejera Jurídica de la Presidencia. O, peor aún, “son normas constitucionales, pero han dejado de ser Constitución porque un transitorio establece que se derogan todas las disposiciones que se opongan al Decreto”. Omiten señalar que este Frankenstein de reforma incluye un transitorio que establece que, para su interpretación y aplicación, los órganos del Estado y toda autoridad jurisdiccional deberán atenerse a su literalidad. ¿Cómo hacemos entonces, si uno de los ejemplos más graves y evidentes de estas inconsistencias se encuentra en los artículos 94 y 97 de la Constitución? Mientras el primero establece que la presidencia de la Suprema Corte será ocupada por quien obtenga más votos en una elección popular, con un mandato de dos años y carácter rotativo, el segundo mantiene el esquema tradicional de que la presidencia será elegida por los propios ministros y ministras de la SCJN para un periodo de cuatro años, prohibiendo la reelección inmediata. Esta “antinomia” constitucional es sólo un síntoma del caos que ha comenzado a desatar una reforma mal concebida y peor redactada.

Y esto no es lo peor. La reforma entró en vigor al día siguiente de su publicación y, si la interpretamos literalmente, la SCJN sólo puede funcionar en pleno y debe integrarse con nueve ministros y ministras. Es decir, sobran dos ministros y dos Salas, porque no se trata simplemente de una antinomia ni de una norma que se oponga a otra, sino de una aplicación, o al menos una lectura literal, de la reforma. Más grave aún, la reforma reduce el periodo de nombramiento de las personas juzgadoras que, a través de concursos, oposiciones, ratificaciones y evaluaciones, habían logrado la inamovilidad en sus cargos, con el objetivo de realizar una purga histórica dentro del Poder Judicial. Al eliminar la inamovilidad de los jueces, uno de los pilares fundamentales de la independencia judicial, la reforma abre las puertas a la arbitrariedad y al control político sobre quienes deben garantizar la justicia.

Evidentemente, la reforma judicial ha desatado un sinnúmero de impugnaciones mediante las vías jurisdiccionales previstas en nuestro sistema jurídico; así, juicios de amparo, controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad e incluso consultas a trámite, han comenzado a inundar nuestros tribunales, al tiempo que han polarizado la ya de por sí tensa relación entre poderes.

Lo que más preocupa es la actitud que todos los actores políticos están adoptando frente a esta creciente crisis de gobernabilidad, constitucionalidad y justicia. Legisladores de ambas cámaras han violado reiterada y descaradamente las suspensiones otorgadas por jueces de distrito y confirmadas por Tribunales Colegiados de Circuito, tanto para frenar la discusión, aprobación y publicación de la reforma, como para impedir su implementación. A esta actitud de desprecio institucional se ha sumado incluso el Instituto Nacional Electoral (INE) y, más recientemente, contrario a lo que muchos podríamos haber anticipado —es decir, que en un contexto de desacatos judiciales, el CJF sería la única autoridad que, por coherencia, acataría las resoluciones—, el 10 de octubre despertamos con la noticia de que el Consejo de la Judicatura Federal (CJF), por mayoría de votos, había “destrabado la reforma judicial”. Este hecho, sin duda, ha generado aún más preocupación, ya que ahora es el propio CJF quien ha decidido desatender las resoluciones judiciales que otorgaban suspensiones, impidiendo así que se enviara al Senado la lista de cargos judiciales a renovarse en 2025.

Es alarmante que el CJF, en lugar de cumplir con las suspensiones, haya optado por dar el golpe final al Poder Judicial, enviando señales inequívocas de componenda política. Se ha revelado, entre otras cosas, que se acordó no reducir los salarios de los jueces en 2024, garantizar que el paro de labores del Poder Judicial no tenga repercusiones legales, y estudiar un plan de retiros voluntarios para quienes consideren que la reforma es incompatible con su carrera. Estas decisiones demuestran una clara división dentro del Poder Judicial, algo que no sorprende, pues el oficialismo ha logrado cooptar al sindicato, al CJF e incluso ha debilitado al máximo tribunal del país desde dentro. Hoy, mientras la mayoría de las y los trabajadores del Poder Judicial Federal y los jueces y magistrados federales luchan por defender su autonomía e independencia, hay quienes, en lo oscuro, negocian acuerdos.

El que el CJF acatara las suspensiones de alguna manera se consideraba formal y jurídicamente podría detener la reforma judicial. Y digo “jurídicamente” pues la Presidenta ya había declarado públicamente, al presentar dos iniciativas de leyes secundarias relacionadas con la reforma, que: “La reforma del Poder Judicial ya fue aprobada, es constitucional, y el proceso electoral comenzará en pocos días, después de que se aprueben estas dos leyes”; y el Senado emitió el “Acuerdo de la Junta de Coordinación Política en relación con la Insaculación Pública” donde fueron detallados los procedimientos que el Senado de la República seguiría para llevar a cabo la insaculación pública de jueces y magistrados en la elección extraordinaria de 2025, como parte de la implementación de la reforma judicial. Este contexto de desacato judicial y sometimiento político es profundamente preocupante. Violar una suspensión dictada en un juicio de amparo es un delito, tal como lo establece la Constitución. Que un órgano como el CJF, encargado de la administración y vigilancia del Poder Judicial, decida ignorar medidas cautelares dictadas por sus propios jueces, representa un golpe definitivo al Estado de derecho.

Así fue como llegamos a atestiguar el grotesco espectáculo de la tómbola judicial celebrado el pasado 12 de octubre en el Senado, un día que pasará a la historia como el de la desgracia constitucional en nuestro país. Un sorteo como símbolo de la demolición institucional en México. La insaculación judicial no es solo un mecanismo absurdo, es una burla cruel hacia quienes han dedicado su vida a la justicia. Miles de personas juzgadoras, que hoy son jueces, magistradas o magistrados, viendo desde el canal del Congreso cómo años de preparación, sacrificio y servicio son reducidos a un juego de azar. El Senado está destruyendo no solo carreras profesionales sino también la estructura de un sistema judicial que debería garantizar imparcialidad y profesionalismo. Esta insaculación no solo atenta contra la dignidad de las personas juzgadoras, sino que pone en riesgo la independencia judicial y convierte el servicio público en un teatro de la arbitrariedad. La justicia, y la vida misma, no pueden depender de la suerte de una tómbola. Intentaron lavarse las manos diciendo que no sorteaban personas, sino plazas, pero en los hechos es lo mismo: están reduciendo a la suerte las vidas, los esfuerzos y las capacidades de las personas juzgadoras que con mucho esfuerzo y sacrificio han construido carreras a lo largo de décadas.

La insaculación del 12 de octubre destituyó a 711 personas juzgadoras -habría que nombrarlas a todas-, y esto es mucho más que un acto político. Detrás de cada número sorteado hay personas, hay familias, hay muchos años de esfuerzo, disciplina y compromiso. Se trata de vidas dedicadas al servicio de la justicia que hoy se ven truncadas por capricho. El azar borrando el mérito y la experiencia, convirtiendo la carrera judicial en un mero espectáculo. ¿Qué pasa con todas las familias de las personas juzgadoras? Un ruin sorteo socavando la independencia judicial, pero sobre todo arrebatando en un instante el proyecto de vida de todos esos hombres y mujeres que han dedicado su vida profesional a la judicatura, a defender el Estado de derecho y a protegernos frente a lo arbitrario. La tragedia es humana; y como se leía en las cartulinas de las personas juzgadoras en paro: “¿Quién defiende hoy a los que siempre defendieron la justicia?”.

Esto es un ataque deliberado al corazón del Poder Judicial y es además un error histórico. El tiempo nos pondrá en nuestro lugar a todas y todos por nuestra parálisis. A las y los abogados que no apoyamos lo suficiente al Poder Judicial; a las y los trabajadores del Poder Judicial que no alzaron la voz a tiempo y exigieron ser escuchados; a las personas juzgadoras que actuaron con tibieza y levantaron el paro; a la ruin clase política que comenzó y posibilitó este garrafal error; y a la ciudadanía en general, que calló cuando debió alzar la voz. Lo que hoy está en juego no es solo la independencia judicial, sino la dignidad de todo un país que permitió que la justicia fuera rifada en una tómbola. Y hoy, es triste decirlo, pero habitamos un México donde no solo cientos de personas juzgadoras perdieron ya su trabajo por una reforma judicial ideada desde la venganza, el desdén, el revanchismo y el capricho, sino que una tómbola destruyó años de experiencia, conocimiento e inversión en el sistema de justicia. Para todas esas personas juzgadoras, mi solidaridad y respeto. La nación nos lo demandará.

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@CAguilarBarroso

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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