Por Consuelo Sáizar de la Fuente
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A Gabriel Guerra Castellanos

“A Rosario Castellanos no supimos leerla”, escribía José Emilio Pacheco el 11 de agosto de 1974, a cuatro días apenas de la muerte de la escritora, admitiendo que, para su generación, “Rosario Castellanos fue una precursora incomprendida”. José Emilio añadía a manera de explicación: “el peso de la inercia nos embotaba, la oscuridad de las nociones adquiridas nos cegaba, la defensa instintiva de nuestros privilegios nos ponía en guardia”, dice en el mismo artículo publicado en la revista Proceso, en su columna semanal Inventario que ese día tituló: “Rosario Castellanos o la literatura como ejercicio de la libertad”. Sin embargo, había iniciado esa columna con un texto de Carlos Monsiváis, quien, cito a Pacheco: “escribió en 1965 que ‘en Rosario Castellanos se extingue la literatura femenina (como atenuante y salvoconducto) y se inicia la literatura de la mujer mexicana’. Ella hizo posible que comenzaran a resquebrajarse las murallas de Nepantla –la ‘tierra de en medio’, la tierra de nadie– que desde Sor Juana fue el recinto natural y la cárcel de mujeres para nuestras escritoras. Gracias a Rosario Castellanos las mexicanas –las más oprimidas de las oprimidas– volvieron a encontrar su voz y a defender su dignidad de seres humanos”.

​Tanto Pacheco como Monsiváis admitían que, si bien Castellanos interpeló a su tiempo tanto como escritora y como pensadora, la ubicaban en la categoría de incomprensión. Admiro la honestidad con que ambos lo llegaron a aceptar posteriormente. 

​Pero si la propia generación de Rosario (con las notables excepciones de Elena Poniatowska y de Margo Glantz), o las inmediatas siguientes, no supieron aquilatar a plenitud su grandeza, las nacidas a partir de los cincuenta hemos admirado -casi de forma unánime- “la calidad de las palabras con que ella contaba el mundo”, como ha afirmado Ángeles Mastretta; su influencia decisiva en el feminismo (como lo ha documentado de forma brillante Gabriela Cano), su comprensión plena de la condición de las mujeres sin fortuna, sin educación, sin derechos, como lo enunció Cristina Pacheco, al recibir el premio “Rosario Castellanos”, en 2012.

​Si los críticos, los periodistas, los académicos o el mundo literario de la época le regatearon su pertenencia al fenómeno literario conocido como “el boom latinoamericano”, la cineasta Natalia Beristáin (con guión de María Renée Prudencio y Javier Peñaloza) en la película Los adioses, estableció incontestablemente la condición de Castellanos de mujer adelantada a su tiempo por su pensamiento, sus estudios, su escritura. 

​Y si el Colegio Nacional no tuvo espacio para incorporarla como miembro, la académica Liliana Chávez Díaz, en su libro Viajar sola:  Identidad y experiencia de viaje en autoras hispanoamericanas habla de la forma en que Rosario inauguró otros modos de ser para la emancipación de las mujeres, al ser una de las primeras viajeras solas que se hospedaban en hoteles. “Las cartas privadas de Castellanos a Guerra, afirma Chávez Díaz, que se publicarían de manera póstuma, abren una ventana única para el estudio de la vida de la autora como intelectual y escritora en formación”.

Para sustentar la afirmación, Chávez cita el párrafo de una las misivas que Castellanos dirige a Guerra:

“[…] todos nos veían con hostilidad pues por lo que se ve no están muy acostumbrados a ver que viajen mujeres solas. Nos sentíamos bastante incómodas por este motivo y porque en la calle nos decían nuestras cositas de lo peor suponiéndonos un oficio que, dada nuestra situación, nos es imposible desempeñar”

Es decir, Rosario es una de las primeras latinoamericanas que no solo viaja sola, sino que reflexiona sobre la experiencia de hacerlo y lo documenta a través de un riguroso ejercicio epistolar. Una forma más de abrir nuevas rutas, de afirmar su condición de precursora, de pionera, de disruptiva.

Tanto Beristáin (nacida en la Ciudad de México en 1981) como Chávez (nacida en Hermosillo, Sonora en 1983), pertenecen a la generación que le concede ya el estatus de leyenda a Rosario, a una generación que conoce a profundidad su obra, que la ha leído desde la primaria, y que, desde muy jóvenes, aprendieron a leerla. Ellos sí saben cómo leerla.

Yo, que pertenezco a la generación de los sesenta, es decir dos décadas más joven que Pacheco y Monsiváis, y dos décadas mayor que Beristáin y Díaz, crecí admirando a Rosario, lamentando no haberla conocido, compartiendo con mis coetáneas la fascinación por su poesía, el deslumbramiento por su prosa, el hechizo intelectual por su feminismo, y el respeto al compromiso social al que ella convocaba -y ejercía- desde antes de nuestro nacimiento. Mi generación decidió aprender a leerla, y al hacerlo, intentamos ser algunos de sus poemas mientras susurrábamos:

El que se va se lleva su memoria
su modo de ser río, de ser aire,
 
de ser adiós y nunca.

Una mañana de mayo de 2008, Gabriela Cano -la gran historiadora de los estudios de género de mi país-, me visitó en la oficina de la dirección general del Fondo de Cultura Económica para proponerme la edición en libro de Sobre cultura femenina, la tesis de maestría de Castellanos. Mi incredulidad de que hasta ese momento estuviera inédita, se convirtió en indignación, que se transformó de inmediato en un sentimiento de culpa por no haberme percatado anteriormente de esa dolorosa omisión, y luego en una reflexión profunda, y en la renovación de mi compromiso con mi género y mi generación, para subsanar ausencias de escritoras fundamentales, y de voces emergentes de jóvenes escritoras, en el catálogo del Fondo. Me propuse redoblar esfuerzos en su publicación, para que todas pudiéramos leerlas. Era, también, otra manera de rendir un homenaje a Rosario.

Cuando el presidente Vicente Fox Quesada y el secretario Reyes Tamez Guerra autorizaron la construcción de un gran centro cultural en la colonia Condesa, propuse -y ellos aceptaron de inmediato- que la librería llevara el nombre de Rosario Castellanos. Era 2006, y fue la primera librería del Fondo que llevó el nombre de una mujer escritora.

La víspera de la inauguración del Centro Cultural Bella Época, recorriendo el espacio, me percaté del vacío en una enorme pared blanca de la sala principal; viví un momento epifánico: pedí que colocaran allí una imagen con los ojos de Rosario Castellanos, para que su mirada vigilara atenta nuestras lecturas, testificara la explosión inminente de las jóvenes escritoras, nos recordara las responsabilidades sociales indeclinables, y -especialmente- para que, al perdernos en sus pupilas, recordáramos a la pionera que hizo más grande el mundo y nos permitió habitar en medio de su poesía. A todas nosotras, que sí sabemos leerla.

Celebro que este texto, a cincuenta años de la muerte de Rosario Castellanos, se publique en Opinión 51, la aventura periodística más original del siglo XXI mexicano, donde las columnistas somos todas mujeres que nos sabemos deudoras del trabajo, las ideas y los escritos de Rosario Castellanos, y en donde tenemos la certeza que, si Rosario viviera, aquí escribiría.

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@CSaizar

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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