Por Consuelo Sáizar de la Fuente

Somos la generación más afortunada de la historia del libro: nunca antes había sido posible acceder a la cantidad de títulos a los que ahora tenemos acceso, y hacerlo en incontables idiomas, en dispositivos impensables hasta hace un cuarto de siglo; también es inédita la inmediatez con la que podemos adquirirlos y tenerlos disponibles.
El acceso al conocimiento y a la imaginación escrita se ha vuelto, literalmente, planetario. Pero este privilegio presenta el desafío, aparentemente irresoluble, de una tríada esencial: la elección, el tiempo y el espacio. ¿Qué libro leer, a qué horas, y en dónde guardarlo -más allá de si es un ejemplar de papel o un material electrónico?
A cinco lustros de iniciado el siglo, el libro y la lectura están más vivos que nunca, se han expandido casi hasta el infinito. Han mudado de piel, de soporte, de volumen y de voz. La lectura —esa ceremonia simultáneamente íntima y colectiva— se ha desplegado sobre nuevos territorios: la pantalla, la nube, el oído, el tacto. Así, en las últimas décadas, se han hecho habituales dos nuevas formas de lectura: la digital y la sonora; y, al menos, dos nuevas formas de distribución: la compra en línea de libros físicos, y la adquisición de contenido para pantalla.
Esta posibilidad infinita inicia en 2007: el año en que Amazon lanza el Kindle. A partir de esa fecha, leer ya no exigía estanterías: bastaba un dispositivo electrónico que parecía abatir la geografía de la ausencia de una librería o de una biblioteca en el lugar que se habitaba.
Tres años después, con el surgimiento del iPad, las fronteras del texto portátil se expandieron aún más. Las nuevas plataformas ofrecían textos animados, con la alternativa de la lectura en voz alta acompañando a la página que se recorría con la vista; las editoriales recuperaban textos agotados, y a veces lo hacían solo en versión digital, dado que contaban con el archivo de respaldo pero no con la capacidad de inversión que requiere una edición en papel.
Umberto Eco, quien siempre estuvo atento a los desafíos del intelecto y a los giros de la tecnología, sostenía que el libro sobreviviría a la revolución digital así como la rueda sobrevivió a la invención del motor: no porque no haya alternativas, sino porque su funcionalidad es insustituible. Y así ha sucedido: más que liquidar al libro, la alternativa digital amplió el mundo de la lectura.
Lo que no se previó suficientemente fue que el libro se volvería también intangible, inalámbrico, ubicuo. Hemos pasado —de manera imperceptible— del lector sedentario al lector nómada, como lo ha señalado Antonio Basante. La lectura, que fue durante siglos una práctica silenciosa y visual, recuperó con estos nuevos adminículos, su dimensión oral, casi tribal: escuchar un texto se convirtió también en una forma de reescribirlo con el cuerpo.
Y el crecimiento de la lectura digital ha sido notable: en Alemania, por ejemplo, el mercado editorial cuenta con aproximadamente 25 millones de compradores de libros, con una intensidad anual de adquisición de 14 libros por persona. De ellos, más del 35% consume libros electrónicos de forma habitual, y los audiolibros representan ya más del 20% del total de ventas, consolidando las distintas posibilidades disponibles.
En tanto en México, según el Módulo de Lectura (MOLEC) 2024 del INEGI, si bien el porcentaje de población lectora de 18 años o más disminuyó de 84.2% en 2015 a 69.6% en 2024, el acceso gratuito a materiales de lectura aumentó de 55.6% a 66.7%, y el 26% de los lectores lo hace ya en formato digital, reflejando el protagonismo creciente de lo digital en los hábitos de lectura.
La transformación no ha sido sólo técnica: ha sido también cultural. Roger Chartier ha insistido en que cada metamorfosis del soporte modifica no sólo el modo de leer, sino también el de escribir. La fragmentación digital impone una escritura más episódica; la pantalla exige brevedad o hipertexto. Y sin embargo, la ambición de sentido sobrevive: leemos con otra cadencia, pero con la misma pasión.
La barrera geográfica, que durante décadas limitó el acceso a determinados títulos, ha sido superada por la inmediatez de las descargas electrónicas, el poder logístico del mercado en línea y la ubicuidad de las bibliotecas digitales. Donde antes se necesitaban aviones, aduanas y distribuidores, hoy basta una conexión a internet para acceder a un ensayo publicado en Lisboa, un tratado escaneado en Delhi o una novela recién impresa en Bogotá.
Proyectos como Google Books, Internet Archive y bibliotecas nacionales han construido una nueva Alejandría, menos vulnerable al incendio. Las editoriales, los sellos universitarios, incluso muchos autores independientes, han digitalizado sus obras y catálogos para desafiar al olvido o a la marginación. Como ha señalado John B. Thompson en Book Wars, “la infraestructura digital no solo ha creado nuevas formas de publicar, sino también nuevas formas de mantener los libros vivos, disponibles, legibles”.
Pero no todo es transparencia algorítmica ni generosidad digital. La multiplicación de libros en la nube ha traído consigo un nuevo tipo de desafío: la invisibilidad por exceso. Gabriel Zaid fue pionero al advertir que el problema no es la escasez de publicaciones, sino su proliferación desbordada: hay demasiados libros y muy poco tiempo para leerlos.
John B. Thompson, en esa línea de pensamiento, argumenta desde la trinchera digital: “La visibilidad de un libro depende menos de su calidad que de su capacidad de ser encontrado en una red saturada”. Cuando todo está al alcance, lo que falta es la brújula en una cartografía infinita. La era de la sobreabundancia exige, más que nunca, lectores capaces de perderse con consciencia o de elegir con criterio.
De allí que resulte estéril el debate entre papel, pantalla o formato sonoro. No se trata del soporte, sino de la posibilidad de leer, de la oportunidad de encontrar un texto. Una niña de Acaponeta -el pequeño poblado en el que crecí, y en donde no había librerías en la década de los sesenta- no podía leer un libro recién publicado sino hasta que viajaba a una ciudad con librerías o bibliotecas, o alguien le acercaba un título. Hoy, en ese mismo sitio, una niña puede leer la última novedad bibliográfica minutos después de enterarse de su aparición. El soporte es circunstancial; el acceso, fundamental. La fidelidad a un soporte no debe impedir el acceso a un material de lectura.
Marguerite Yourcenar escribió: “Mi patria son mis libros”. En el siglo XXI, esa patria se ha vuelto ubicua. Está alojada en la nube, en el bolsillo, en el oído. Virginia Woolf pedía una habitación propia para escribir en soledad; hoy, la lectura ofrece un universo colectivo para leer íntimamente.
Durante los meses más oscuros de la pandemia del 2020, muchos volvimos a los libros para conjurar la zozobra. Leer fue entonces una forma de aliviar la ansiedad que provocaba el tiempo detenido. Y entonces, el formato no importó. Leer era lo fundamental.
En ese tiempo aciago, las instituciones y las editoriales hicieron lo suyo, responsablemente: se liberaron electrónicamente catálogos completos, se popularizaron las bibliotecas virtuales, se crearon clubes de lectura globales, los escritores, las escritores armaron grupos de talleres literarios. En México, la Biblioteca Digital de la UNAM recibió más visitas que nunca. En Buenos Aires, los libreros aprendieron a hacer entregas a domicilio en bicicleta, en Barcelona se hizo una excepción al aislamiento para que libreros y lectores pudieran realizar transacciones.
Para muchos, fue el deseo cumplido de poder leer sin medir el tiempo; en ese momento de excepción, el lector digital —que había nacido bajo sospecha, acusado de traicionar al papel, de frivolidad tecnológica, de petulante impaciencia— alcanzó, por fin, su legitimación posmoderna. De marginal e incómodo, pasó a convertirse en emblema de la pasión lectora más allá de los fetichismos del soporte. El acceso digital fue no sólo un atajo técnico, sino una vía de supervivencia personal, un acto cultural.
Casi todo lector profesional —como lo definía Carlos Monsiváis: aquel que empieza un libro justo después de terminar otro— venera la lectura en papel. Pero pocos de esos lectores admiten que ese no es el único templo; el fetichismo del formato, a veces, confunde lo sagrado con el altar. Leer en Kindle, en iPad, en audiolibro es también leer. Leer lo que no se reedita, lo que ya no existe en físico, lo que fue rescatado por la insistencia de un lector que no se resignó al olvido.
Gabriel Zaid afirma en Los demasiados libros que lo importante no es cuánto se ha leído, sino cómo se actúa después de leer, si la calle, las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos.
Mario Vargas Llosa lo resumió de forma luminosa al recibir el Nobel: “Aprendí a leer a los cinco años y fue la cosa más importante que me ha pasado en la vida”. Para él, la lectura no fue sólo una forma de aprendizaje, sino una manera de vivir varias vidas a la vez, de ampliar su mundo, de volver un sitio sin límites ni horizontes. Leer, decía, es un acto íntimo con consecuencias públicas: forma ciudadanos más libres e individuos menos resignados.
Es cierto que Vargas Llosa siempre leyó en papel, pero —como lo conversamos alguna vez— el siglo XXI no nos pide elegir entre papel o pantalla: nos ofrece, por primera vez, la posibilidad de leerlo todo, en todos lados, de todas las formas hasta ahora descubiertas.
Y vale la pena recordarlo este 23 de abril, día del libro y de la rosa: que mientras haya lectores, habrá caminos invisibles entre palabras y mundos, como lo escribió Octavio Paz, "una palabra no es el lugar que ocupa, sino el fulgor que irradia". Y más allá del soporte, lo esencial es seguir habitando esos mundos del placer y el conocimiento.
Por eso, cuando me preguntan qué prefiero —papel, pantalla o audio—, respondo:Prefiero leer.Leer más allá del formato. Leer, simplemente. Porque el hechizo no está en el soporte, sino en el encuentro.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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