Por Consuelo Sáizar de la Fuente
En 1949, Gabriel García Márquez tenía 22 años cuando en Valledupar, Colombia, leyó un texto corto, de prosa vertiginosa y precisa, que lo impresionó profundamente. Durante más de cuatro décadas quiso leerlo de nuevo, pero no pudo hacerlo porque había dejado el ejemplar en el cuarto de hotel que una noche de lluvia tuvo que abandonar ntempestivamente.
Seis años después de esa primera lectura, estando en un café de París, sintió la mirada de un hombre: era tan torva, poderosa y amenazante, que le hizo recordar la trama de aquél cuento que tanto lo había impactado, pero cuyo título no recordaba. También, se percató entonces, había olvidado el nombre del autor y el de la editorial.
Allí en París, sintió la urgencia de volver a leer ese cuento; en un ejercicio profundo de memoria recordó que era un relato corto en un libro de no menos de cuatrocientas páginas; tal vez una antología hecha por Borges y Bioy, quizá publicada por una editorial argentina. Pero no logró recordar los datos para buscarlo de nuevo.
Durante cuatro décadas comentó el tema con todos los amigos con los que solía hablar de literatura, pero ni uno de ellos le dio pista alguna: o porque no lo habían leído, o porque decían no recordarlo. Algunos le hacían llegar ejemplares que incluían cuentos notables y de estilo semejante al que mantenía en su memoria, pero —para desilusión del Gabo— ninguno contenía el texto que obsesivamente buscaba.
Un día, súbitamente, recordó el nombre del autor: Georges Simenon.
¡Sin duda alguna era un texto de Simenon! Pero, confesó más tarde, la “fecundidad casi irracional de Simenon” (quien publicó alrededor de doscientos libros) volvía materialmente imposible el encontrar el texto.
En 1965, tuvo otro momento epifánico: “un nombre —escribió García Márquez, más tarde— me hizo saltar de la silla: Maigret”. ¡Sí, Maigret se llamaba el protagonista de “su cuento inolvidable”! Sin embargo, ni los mayores expertos en la obra de Simenon sabían proporcionarle pistas ciertas sobre el título buscado, aunque sí le dieron, al menos, un consejo: “De todos modos escríbalo usted, porque es un cuento del carajo que necesita existir”, le dijo Álvaro Mutis, su paisano colombiano, gran conocedor de la obra de Simenon.
Pasaban los años y el Gabo seguía sin solucionar el enigma, a pesar de que varios eventos parecían conducirle a encontrar la respuesta: llegó a toparse, por ejemplo, con el propio Simenon en una cafetería de Ginebra, pero por timidez no lo abordó; y, además, confesó posteriormente el Gabo, porque “me pregunté si él (Simenon) tendría tiempo y memoria para acordarse de sus propios textos extraviados”; o llegó a coincidir durante un festival de música de Valledupar, con el dueño del hotel donde había dejado los libros treinta y cuatro años atrás, quien le autorizó revisar los libros que conservaba a sus noventa y tres años.
Fue inútil: ni en Suiza ni en Colombia encontró el remedio a su desasosiego.
Pero en 1983, Julio Cortázar, en Nicaragua, le dio el nombre del cuento, “L’Homme dans la rue”, y del volumen en el que se había publicado, Maigret et les Petits Cochons sans queue. García Márquez gritó de alegría, y pensó que —con esos datos— sería muy fácil encontrar el volumen, así que no consideró más detalles. Al día siguiente, en las calles de Managua se tropezó con un mercado de saldos, en donde encontró “una edición vagabunda” en español del título del que le había hablado Cortázar, pensó en su gran suerte, y, sin más, lo adquirió. Al revisar el índice, se dio cuenta que era el volumen con el título que le había dado el escritor argentino, pero, para el desasosiego de Gabo, no venía el cuento “El hombre en la calle”. Pensó que Julio se había confundido al darle el nombre de la colección, y se conformó pensando que le escribiría para pedirle los datos precisos, pero Cortázar murió antes de que Gabo redactara aquella carta; y García Márquez, por su parte, no buscó otra edición de ese volumen, ni en francés ni en español.
Una década más tarde, en 1993 y en Barcelona, Beatriz de Moura le habló de un proyecto que traía entre manos: editar por primera vez en español la obra completa de Simenon, y le pidió a Gabo escribir una nota de presentación. Gabo le dijo que lo haría siempre y cuando le encontrara un cuento de Simenon llamado “L’Homme dans la rue”. No le dio el nombre del volumen en donde Cortázar le había dicho que se había publicado, pero no fue necesario: al día siguiente la editora catalana le hizo llegar un ejemplar de Maigret et les Petits Cochons sans queue. Gabo lo revisó sin mucha ilusión, pero para su sorpresa en esa edición sí aparecía el cuento perdido. Cortázar le había dado el dato correcto, pero aquel volumen que había adquirido en las calles de Managua —esa edición vagabunda, como la llamó Gabo— era una edición pirata cuyo editor había decidido prescindir del último cuento, por razones inexplicables, y había condenado al Premio Nobel colombiano a una década sin ese texto que había anhelado leer de nuevo por alrededor de cuatro décadas.
Gabo le contó toda estas historias a Beatriz de Moura, quien lo animó a que escribiera un texto donde hablara de la angustiosa búsqueda de un autor, de su protagonista, y del sello editorial que lo había publicado. Gabo lo hizo. Y en 1994 la editorial Tusquets publicó El mismo cuento distinto: el hombre en la calle. García Márquez. Simenon. Maigret.
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