Este texto fue presentado originalmente en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en la Mesa de Opinión 51 “¿Sólo una moda, las mujeres en el arte?”
Por Consuelo Sáizar de la Fuente
Hace apenas cuatro días, el sábado pasado, acudí -como lo he hecho desde hace más de tres décadas- a la ceremonia de inauguración de la Fil Guadalajara; acudí con la emoción de escuchar a Mircea Cărtărescu, uno de los escritores que me provocan admiración profunda, alguien que considero un poeta mayor, un prosista exquisito y sensible, un ensayista que me ha seducido por su comprensión del mundo.
Escuché atenta y emocionada esa voz cadenciosa que enunciaba dulcemente las palabras en su idioma nativo, el rumano, lengua romance.
Sentí el privilegio de compartir el espacio, mientras leía deslumbrada en la pantalla la espléndida traducción al español de Marian Ochoa de Eribe.
«En su diálogo La República, Platón imagina lo que para él sería la ciudad ideal, pero que nosotros, con la desventurada experiencia de todas las sociedades utópicas puestas en prácticas desde aquella época, denominamos más bien una cárcel ideal.
…
Si la música tiene un potencial subversivo y es capaz de trastornar el orden social, la poesía es más temible aún.»
Seguí absorta en ese performance indescriptible, en esa atmósfera hipnótica en las que las palabras acarician. Tomé la mano de Julia, sentí el amor, el placer, el arte.
Cărtărescu, pues, inició citando a Platón, pasó a Borges, elogió una “soberbia” página de Salinger, mencionó a su paisano Stanescu, y luego, un párrafo magnífico, largo, indispensable:
«Hoy, cuando la civilización del libro agoniza y cuando penetramos con voluptuosidad en los espantosos desfiladeros de lo virtual, la poesía es menos visible aún. La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura, una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y T.S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la descentralización postmoderna ha producido una civilización sin cultura, una cultura sin arte, un arte sin literatura y una literatura sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera brusca y las primeras víctimas han sido los poetas.
Y, sin embargo, humillada y disuelta en el tejido social, casi desaparecida como profesión y como arte, la poesía sigue siendo omnipresente y ubicua como el aire que nos envuelve. Pues, antes que una fórmula y una técnica literaria, la poesía es un modo de vida y una forma de mirar el mundo. Expulsados de nuevo de la ciudad-estado, los poetas han aprendido a luchar con las mismas armas de la civilización que los condena. Han comprendido la alegría del anonimato, la alegría de la autosuficiencia de producir textos para unos cuantos amigos, han aprendido a protegerse de la brutalidad del mundo circundante y de la vulgaridad del éxito. Nada es más discreto, más admirable y más triste, en cierto sentido, que el poeta de hoy, el último artesano en un mundo de copias sin original, como escribía Baudrillard, el último ingenuo en un mundo de arribistas.
Revolucionaria, profética y ubicua como el aire, la poesía ha iluminado también toda mi vida. No he sido nunca otra cosa que poeta. Incluso mis novelas son, de hecho, poemas. He escrito siempre poesía como una forma de libertad, de solidaridad, de empatía para con todos los hombres. He escrito en contra de las guerras y las discriminaciones de toda índole. He escrito para los que leen poesía y para los que jamás leen poesía.
Agradezco por ello, con modestia y reconocimiento, al jurado que me ha concedido el gran premio internacional de la FIL, es un honor y una alegría inconcebible encontrarme ahora en la lista de los escritores que, desde 1991, han tenido la oportunidad de recibirlo. Recorrer esa lista que abarca a algunos de mis héroes literarios, como Nicanor Parra, Juan Goytisolo, Antonio Lobo Antunes, Alfredo Bryce Echenique, Yves Bonnefoy o Enrique Vila-Matas es suficiente para demostrar la calidad y la importancia incomparables de este reputado premio. Muchas gracias, asimismo, a la presidencia del premio y al presidente de la Feria del Libro de Guadalajara, una de las ferias del libro más famosas del mundo. Y para acabar, gracias a todos los que se encuentran ahora junto a nosotros en esta sala.»
Concluyó. Y se retiró del micrófono. Sin citar el nombre o la obra de una sola escritora.
El año pasado, en ese mismo espacio, mi admirada amiga chilena Diamela Eltit estuvo aquí para recibir el mismo premio. En su discurso de aceptación, titulado “Desbiologizar la letra” afirmó:
«La literatura puede ser considerada como una práctica audaz, sorprendente, trasgresora. Sin embargo, las autoras, a pesar de producciones muy elocuentes, son catalogadas bajo el signo: literatura de mujeres. Y la literatura, la única, la importante, es un decir, no necesita de acotación alguna. Ni basta ser mujer, pero tampoco basta ser hombre en la tarea de construcciones solventes literarias. Lo importante son las estéticas, el asombro.
Después de décadas de habitar el espacio literario, me parece que es necesario desbiologizar completamente la letra, así ya lo he manifestado. Lo pienso como un horizonte en construcción. Filiarse no en biologías sino en poéticas, diseminar sentidos que permitan libres tránsitos. Se debería producir algo parecido al poderoso movimiento de los géneros literarios que tanto conocemos, géneros que mutan, se funden, se confunden, emergen.
La literatura es múltiple. Una sede de goce. Y de trabajo.
La literatura es capaz de atravesar, acortar y cortar sus propios géneros. Con constancia y decisión, es que me refugio en la certeza de un futuro horizonte igualitario.»
Diamela Eltit citó a Juan Rulfo y a Nicanor Parra, a Elena Garro y a Julio Cortázar, a Elena Poniatowska, a Margo Glantz, y terminó su discurso con unas frases de Rosario Castellanos. Citó a las escritoras, a los escritores, a quienes ha leído y admira, en la misma categoría de la admiración.
Hace apenas un par de semanas, el 11 de noviembre, Margo Glantz recibió el premio Carlos Fuentes. En la comida posterior al discurso de aceptación me comentó lo acertado del discurso de Diamela, y celebró que nadie hubiera mencionado que es la tercera mujer (junto con la propia Diamela y Luisa Valenzuela), de siete escritores que lo han recibido porque -dijo- “no nos lo deben dar por mujeres sino por la calidad literaria”.
Hace un par de días, en la conversación entre Irene Vallejo y Alberto Manguel, que moderó Rosa Beltrán, escuchamos a Irene hablar con fervor admirativo sobre la obra de mujeres escritoras a lo largo de la historia, y a Alberto decir que él lee por la calidad, sin fijarse en sexo, edad, origen, opción sexual, creencias religiosas, o demás características de quien escribió el texto.
¿Por cuál de las opiniones enunciadas me inclino? ¿Por las escritoras que exigen que las lean o las premien por la calidad de su obra o por los hombres que leen convocados por la calidad de los textos, aunque grandes escritores solo tengan héroes escriturales y ninguna heroína literaria? No lo sé. Aún no lo sé. Me parecen tan válidos ambos argumentos que he tomado la decisión de respetar la libertad de decisión y exigir que se respete la mía. Lo que sé es que, más allá, de la irrupción de las mujeres en el campo editorial, o del lenguaje neutro, o de los sexos líquidos, lo que debe imperar es el diálogo, la empatía, el respeto a la calidad en la producción artística.
Nací en 1961, estoy casada con una mujer, he sido la única representante de mi género que ha tenido el honor de dirigir el Fondo de Cultura Económica, soy amiga de la primera secretaria de Educación Pública, participo en Opinión 51 (el proyecto periodístico más original del siglo XXI en donde solo escriben mujeres); esta noche estoy sentada al lado de dos de mis mejores amigas desde hace tres décadas, que son, en el caso de Sabina, la mejor dramaturga en la historia de nuestro idioma, y en el caso de Ana, la publicista más exitosa de nuestro país, pero aún no aplaudo la llegada de la primera mujer a la presidencia de México.
Académicamente, he dedicado el el surgimiento y las aportaciones del boom literario latinoamericano (Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa); soy contemporánea del “crack” (Volpi, Padilla, Palou), y con asombro soy ahora testigo del surgimiento de un movimiento literario igualmente poderoso y original que se está pergeñando en Monterrey por cinco mujeres, Sofía Segovia, Gabriela Riveros, María de Alva, Mónica Castellanos y Gaby Cantú, la filigrana norteña, que con sus voces llenas de talento están armando un movimiento literario que desafirma todo lo que se ha dado por cierto de la literatura del norte, que es -afirmo- todo menos una moda, y que ha llevado a la admirable Cristina Rivera-Garza que Monterrey es ahora Monterreyna. Y, añado, Monterreyna es una ciudad literaria.
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