Por Consuelo Sáizar de la Fuente
A Margo Glantz, por su ejemplar biblioteca propia
“Para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio”, afirmó Virginia Woolf el 20 de octubre de 1928, en Newnham College en la Universidad de Cambridge, Inglaterra; repitió la proclama en Girton College, el 2 de marzo del año siguiente.
Es curioso que en esas conferencias Woolf no haya hablado de la necesidad de que las mujeres tengan una biblioteca personal, además de un cuarto propio. Virginia, recordemos, creció y se educó en el magnífico acervo bibliográfico de su hogar familiar, ubicado en el número 22 de Hyde Park Gate en Kensington, Londres, al igual que muchas de las grandes mujeres de letras como Mary Shelley o Marguerite Yourcenar que se formaron en las bibliotecas de sus progenitores.
El estudio de las bibliotecas de mujeres es, todavía, un pendiente de la historia cultural y de la historia de la edición, como lo anotan Pedro M. Cámara y Anastasio Rojo en su libro “Bibliotecas y lecturas de mujeres, siglo XVI”, quienes añaden: por lo que se refiere a lo que nos interesa ahora, la posesión y la posible lectura de los libros poseídos por mujeres, con sólo mirar los inventarios de inventarios de bibliotecas (sic), nos damos cuenta de la situación: en uno de los más recientes repertorios no figura ni un sólo inventario publicado de libros pertenecientes a mujeres para todo el siglo XVI”.
Por otro lado, pocas mujeres tan identificadas con una biblioteca propia como Sor Juana Inés de la Cruz. Su primer biógrafo, el jesuita Diego Calleja afirmaba que “su quitapesares (de Sor Juana) era su librería, donde se entraba a consolar con cuatro mil amigos, que tantos eran los libros de que la compuso, casi sin costa, porque no había quien imprimiese que no la contribuyese uno, como a la fe de erratas”, es decir, que armó su biblioteca en mucho con las novedades que le hacían llegar los escritores y editores de su tiempo.
Y a pesar de que no se conoce un catálogo preciso de los títulos que albergaba, se tiene una buena descripción de la temática de sus libros porque “se ha podido reconstruir por las pinturas que hay de ella”, me dijo en días pasados el investigador y bibliógrafo Keneth Ward de la universidad de Texas, a quien encontré durante el desarrollo del espléndido coloquio “La diáspora bibliográfica: destrucción y dispersión de bibliotecas como fenómeno histórico”, al que convocaron Manuel Suárez y Pablo Avilés en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM.
En efecto, observando con atención las pinturas del español Juan de Miranda y el mexicano Miguel Cabrera, pintados en los años de 1713 y 1750, respectivamente, podemos especular sobre algunos de los libros que tenía la llamada décima musa en sus anaqueles, si bien, como aclara Alejandro Soriano Vallés en su libro “Al amor de Sor Juana”, “tanto por tratarse de pinturas póstumas como por la costumbre de distinguir a los personajes tratados con las insignias de sus cualidades intelectuales, no es dable identificarlos enteramente con los suyos”. Pero más adelante señala que se puede hacer una lista basándose en los libros escritos por la misma Sor Juana en donde cita o habla de determinados autores o títulos. Ermilo Abreu y Octavio Paz especularon sobre el tema, si bien sus intentos han sido motivo de polémica, destacando al respecto la opinión del padre Alfonso Méndez Plancarte sobre el esfuerzo que Abreu emprendió en 1934 de reconstruir la biblioteca de sor Juana. “Tentativa laudable pero temeraria, afirma Octavio Paz, aparte de las dificultades inherentes a esta clase de empresas, quizá Abreu Gómez no era la persona más a propósito para realizarla, como no dejó de decírselo, diez años después y con ferocidad el padre Méndez Plancarte”.
Es preciso decir, por otro lado, que la lista de libros que cita Soriano Vallés es fascinante; da por hecho -por ejemplo- que en la biblioteca de la celda de Sor Juana se encontraban textos de filosofía y teología, de Aristóteles, Pedro Lombardo, San Agustín, Santo Tomás de Aquino y San Jerónimo. Añade que seguramente se encontraban algunas colecciones: “quizá el Theatrum Vi[tae humanae] de Lorenzo Beyerlink (que Feijoo calificaba de “fuente copiosa de noticias para la historia de ciencias y artes”); un Chorus Poeta[rum], factible antología de poetas latinos; lo que parece ser uno de los tomos del Magnum Bullar[ium] romanum del jurisconsulto Laerzio Cherubini, compilación de bulas pontificias; la Sum[ma] Con[c]il[iorum] de Bartolomé Carranza, recopilación de decisiones de concilios y sínodos y la Opera Kirker, esto es, los escritos sobre diversas materias del jesuita alemán Kircher.” Vale la pena revisar con cuidado los títulos que enlista en el texto anteriormente citado, “Al amor de Sor Juana”, publicado en 2022 por Bonilla Artigas Editores.
Por su lado, Octavio Paz en su monumental ensayo histórico “Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe”, afirma que “la biblioteca de sor Juana es un espejo del inmenso fracaso de la Contrarreforma en la esfera de las ideas: muchos de esos libros resultan ajenos a nuestro mundo porque no trascendieron”, y que “es un tesoro que consiste en libros hechos por hombres, acumulados por ellos y distribuidos entre ellos”.
Sor Juana rechazó contraer matrimonio para ser libre de marido, de hijos, de labores del hogar, para dedicarse a leer. Y con su ejemplo, mostró para el campo de la lectura y de las bibliotecas lo que Virginia Woolf afirmaría siglos después sobre la escritura: para tener una biblioteca personal, una mujer debe tener mucho dinero y una gran habitación propia. Aún ahora.
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