“La literatura femenina en México estaba entre la Guerra y la Paz: Rosario, casada con Ricardo Guerra; y Elena, con Octavio Paz”, anota Luis Enrique Ramírez en su libro La ingobernable: Elena Garro, citando a Raúl Ortiz y Ortiz.
En efecto, en la década de los años sesenta del siglo pasado, mientras el mundo conocía el fenómeno del boom latinoamericano a través de libros escritos por hombres, las mexicanas Elena Garro y Rosario Castellanos publicaban títulos que, en este 2022, son considerados obras maestras, y que las han consagrado como figuras cumbre de la narrativa en español a nivel mundial. Los recuerdos del porvenir (1963, Joaquín Mortíz) y La semana de colores (1964, Universidad Veracruzana), en el caso de la Garro; y Balún Canán (1957, Fondo de Cultura Económica), y Oficio de tinieblas (1962, Joaquín Mortíz) en el caso de Castellanos. En esos tiempos, ninguna de las dos pudo vivir de sus regalías, a diferencia de lo que comenzaba a ocurrir con García Márquez, Vargas Llosa y Carlos Fuentes.
Elena Delfina Garro Navarro nació el 11 de diciembre, en Puebla de Zaragoza, en el estado de Puebla, en un año sobre el que ella misma introdujo dudas. La Enciclopedia de la literatura en México (de la Fundación para las Letras Mexicanas) consigna en su página que nació en 1916, Elena Poniatowska en Las siete cabritas señala que en 1917, al igual que Luis Enrique Ramírez en La ingobernable, aunque el mismo autor afirma que la escuchó decir que en 1920; de lo que no hay duda es que en 1937 se casó con Octavio Paz, con quien viajó al II Congreso de Escritores Antifascistas para la defensa de la Cultura en Valencia, España, y tampoco sobre la fecha de nacimiento de Helena Laura Paz Garro, su única hija, en 1939 en la Ciudad de México, quien llevó su nombre con una ‘H’ añadida al inicio.
Rosario Castellanos Figueroa nació accidentalmente en la Ciudad de México, en 1925; creció en el estado de Chiapas, tierra de sus padres -grandes terratenientes- y en donde ocurrió la muerte de Benjamín, su hermano menor. Este suceso afectaría de manera profunda el futuro de toda la familia. En 1941, Rosario se trasladó a la ciudad de México para proseguir con sus estudios superiores; en 1949, conoció al filósofo Ricardo Guerra Tejada, y en 1950 obtuvo el grado de maestría con la tesis Sobre cultura femenina, un texto en donde, como ha escrito Gabriela Cano, da cuenta ya de una de las grandes preocupaciones que la ocuparían a lo largo de su vida: la escasa autoridad intelectual concedida a las mujeres. En 1958 se casa con Ricardo Guerra, y en 1961 nace en la ciudad de México, Gabriel, su único hijo, a quien nombró así para honrar tanto a la Mistral como al arcángel de las letras.
Las dos fueron alquimistas del lenguaje, orfebres de la palabra que trabajaron su inmenso talento con ímpetus totalmente dispares: sus personalidades no podían ser más opuestas. Mujeres mexicanas, contemporáneas, que hablaban español, cosmopolitas, universitarias, casadas con hombres ilustrados, con amistades comunes, pero de las que no parece haber registro de encuentros o fotos donde aparezcan juntas.
“No, no creo que hayan sido amigas”, me dice Gabriela Cano, la historiadora de las mujeres de mi generación; “hasta donde yo sé, no fueron amigas”, me lo confirma Lucía Melgar, una de las especialistas en la obra de Elena Garro. “Desde mi memoria de infante, no creo que hayan sido amigas”, ratifica Gabriel Guerra Castellanos.
Una, Elena, fue cuentista, novelista, dramaturga, periodista y actriz; Rosario, fue poeta, novelista, académica, periodista, funcionaria universitaria, ensayista y diplomática. Ambas abrevaron de su infancia como materia de escritura; ambas, fueron editadas de manera temprana con ambición y grandeza por las casas editoriales de México, lo que en un ambiente distinto tal vez habría propiciado una mayor difusión internacional, desde un primer momento.
A las dos las marcaron los hombres con quienes estuvieron casadas: Elena fue una mujer infinita en la relación que sostuvo con Octavio Paz, un hombre poéticamente atemporal; la otra, Rosario, fue una mujer inclasificable que se anticipó intelectualmente a su ser femenino, y que se enamoró de un hombre que vivía a plenitud su tiempo tan incontestablemente masculino.
Elena fue una mujer de -al menos- dos grandes amores, (Octavio Paz -con quien estuvo casada-, y Adolfo Bioy Casares -con quien vivió un romance intermitente de casi tres lustros-); a ambos, cuando ya no estaba con ellos, los fustigó con su desprecio, y los convirtió en personajes de sus obras (novela, teatro) para poder humillarlos públicamente; Rosario fue mujer de un solo hombre, al que le dedicó el epistolario más hermoso que un amor desesperado e incomprendido haya podido inspirar.
Una, la Garro, era colérica, pero seductora; la otra, Castellanos, atenta y sarcástica; Elena fue llamada “la partícula revoltosa”; Rosario, “la dama de las letras”. Una se confesó atea, la otra aceptó que “la religión es algo que jamás le fue indiferente”. Ambas, consignan sus biógrafos, tuvieron una peculiar relación con su pelo: para castigarse, Elena lo pintó de negro; Rosario, a su vez, se lo cortó al rape. Ambas, también, son consideradas precursoras del análisis crítico en torno a dos de los temas estelares al final del siglo que habitaron, y que son fundamentales en el actual: mujeres e indígenas.
Elena Garro rompió los moldes; Rosario Castellanos, intentó desmontarlos. Elena fue una novelista excelsa, una dramaturga laureada, entrevistadora poco memorable (incluso la conversación que tuvo con Frida Kahlo no aporta grandes datos); Rosario una de las grandes poetas del idioma, una novelista que con el tiempo ha ganado prestigio, una ensayista sólida, y una articulista del periódico Excélsior en donde hablaba, según Eduardo Mejía, de temas cotidianos, y de la vida diaria de la ciudad.
Elena padeció y renegó de la política, pero su vida quedó marcada por su involucramiento en ese campo; Rosario fue aséptica al ejercicio político, pero al morir, su prestigio académico presagiaba un horizonte promisorio en la escena política. Una, Elena, intentó ser una Juana de Arco moderna; la obra poética de la otra, Rosario, es considerada heredera de la de Sor Juana Inés de la Cruz.
Elena Garro murió en Cuernavaca, a los 81 años, en 1998, (solo cuatro meses después de la muerte de Paz), al lado de Helena -su hija- y de una manada de gatos, que la habían acompañado en la peregrinación de, al menos, un par de décadas, por varios países en dos continente, y en la que, siempre dijo, había vivido como una paria. Su obra ha sido estudiada con interés creciente, con admiración casi unánime, y ha encontrado biógrafos de distinta calidad, pero numerosos.
Rosario Castellanos murió a los 49 años, en 1974, siendo embajadora en Israel, divorciada de Ricardo Guerra, y después de haber publicado la luminosa obra que ha venido ganando prestigio y lectores con los años. Aún está pendiente una gran biografía que haga evidente que su producción literaria es más valiosa y va mucho más allá de los prejuicios con que la leyeron -y juzgaron- sus contemporáneos.
“No, no fueron amigas” -me ratifica la periodista Patricia Vega, a quien debo el haber conocido a Garro en el verano de 1993, y añade- no podían serlo: “Elena Garro acusó a Rosario Castellanos de ser una de las responsables del movimiento estudiantil del 68.”
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