Por Cristina Massa
Esto de ser mujer y, además, ambiciosa al grado de querer ejercer todos los derechos que correspondan, en todas las etapas y facetas de la vida, requiere una cantidad no menor de energía y dedicación. Lo primero, naturalmente, es averiguar qué derechos son esos.
Empieza una por descubrir que no hay una “Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana”, homóloga a la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano de 1789, la cual inspira muchas constituciones políticas modernas, incluida la mexicana. No es sorpresa que tras el masculino genérico del hombre y el ciudadano, que comprende –en teoría—a las mujeres, se ignore olímpicamente tanto de lo que nos hace distintos a los sexos.
Sigue leer la Constitución mexicana y, desde el artículo 1, encontramos la prohibición a la discriminación por género, edad y estado civil. Nos embarga la sospecha de que esto en realidad quiere decir que no se condona en la norma máxima lo que sí en la práctica: negar el acceso al ejercicio pleno de derechos a mujeres, y más si son viejas y/o solteras pasada una cierta edad. Sumemos la posibilidad de que se trate de una mujer indígena o afrodescendiente, homosexual o trans, discapacitada o pobre, y tenemos a una persona tan lejos del ejercicio de sus derechos como de la luna.
En nuestro contrato social, se valoriza –no mucho, pero algo—a las mujeres por su capacidad de gestar, parir y criar. Por eso, los derechos constitucionales específicamente dirigidos a mujeres, van por allí:
- Recibir educación reproductiva (art. 3);
- Elegir libremente el número y espaciamiento de los hijos (art. 4), que por cierto conlleva el mensaje subliminal de que cero, no es el número que el constituyente tenía en mente;
- No realizar trabajos que exijan un esfuerzo considerable y signifiquen un peligro para su salud en relación con la gestación, tener una licencia por maternidad y tiempos destinados a la lactancia, y que el patrón garantice a las embarazadas las condiciones de seguridad laboral para proteger al producto de la concepción (art. 123).
Hay por ahí algunos derechos correlacionados con esta valorización de las mujeres en edad reproductiva: algunas leyes estatales prevén el derecho a la higiene menstrual y a las licencias por dismenorrea incapacitante.
Pero una vez que una mujer ha concluido su etapa reproductiva, cae en la irrelevancia en cuanto a la previsión explícita de sus derechos. Ni una palabra anuncia la atención a las necesidades que tendrá conforme se adentre en el misterioso mundo de la acelerada pérdida de estrógeno y la eventual desaparición de la menstruación.
Más vale que tenga nietos para que sea una de las abuelitas con las que nuestros mandatarios acusan a los sicarios que matan sin piedad porque, de otra manera, desaparece de la escena. Más vale que sea una enciclopedia de remedios caseros, canciones populares y refranes, para que alguien recurra a ella por su sabiduría de antaño. De derechos, ni hablar.
Como consecuencia de este sistema que se enfoca en la capacidad de las mujeres de traer hijos al mundo y preservar tradiciones, la inmensa mayoría de ellas vive la menopausia en silencio, entre una comunidad médica, laboral y social poco informada. Muchas la viven además en creciente precariedad, porque al constituir el 55% de la economía informal, enfrentarán los síntomas sin acceso a la seguridad social que debería asegurar un médico familiar con una visión integral, y sin una pensión que les garantice recursos más allá de la mera supervivencia.
Por el contrario, sin acceso a un sistema de salud debidamente articulado, las mujeres irán a un médico privado tras otro –lo mismo en una farmacia de similares que en un hospital de primer nivel—que atacarán los síntomas más graves de forma aislada durante los 15 o más años en que tendrá que seguir trabajando. Esto para los bochornos, aquello para la resequedad vaginal, lo de más allá para esos dolores de cabeza, la recomendación de ponerse a dieta por esos kilitos de más, un suplemento de calcio para la creciente fragilidad ósea, la referencia a un sicólogo o siquiatra para tratar esa aparente depresión causada por la falta sueño, o tal vez por el despido del trabajo detonado por el ausentismo y la dificultad para concentrarse.
Considerando que los síntomas de la perimenopausia empiezan a manifestarse a los 45 años, que la esperanza de vida promedio de las mujeres mexicanas es de 75 años, y sumando unos 12 años del nacimiento a la primera menstruación, la mayoría de las mujeres pasarán bastantes más años fuera del ciclo reproductivo que dentro de él.
Por lo tanto, debemos redoblar esfuerzos para que los derechos a la educación, la salud, el trabajo y la no discriminación protegidos por la Constitución, adquieran un contenido concreto y específico dirigido a la menopausia en dignidad. Necesitamos mujeres legisladoras, en posiciones de liderazgo en las empresas, en los consejos de administración, diseñadoras de políticas públicas, que sean las voceras de una agenda legal, laboral, económica, financiera, empresarial, social, de salud y humana. Necesitamos organizaciones como Sin Reglas (https://sin-reglas.mx/), que genera conciencia, educa y visibiliza la menopausia, tanto a personas como a empresas.
Porque todas llegaremos ahí.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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