Por Daniela Clavijo
La primera vez que leí Moby Dick, la obra más reconocida del escritor estadounidense Herman Melville, tenía unos 15 años. Por supuesto que no sabía nada del ataque de aquel barco en Essex que inspiró la obra. Ni siquiera se había estrenado la ópera sobre las aventuras del Pequod y yo nunca noté las menciones en Los Simpsons sobre la novela. Simplemente la leí.
Aquella primera lectura sobre la travesía de los tripulantes me pareció un oscuro cuento al estilo de las escenas de Peter Pan con el Capitán Garfio. Nada más. Mi yo adolescente vio en aquel libro un viaje cuyos marineros representaban a todas las razas, una venganza del capitán por haber perdido una pierna ante un cachalote blanco y cómo su cólera lo llevó a imponerse como propósito de vida el cazar a aquel peligroso animal.
En efecto, yo era muy literal.
Para mí, entonces, esta era una novela plagada de jerga de marineros asesinos, aunque coordinados a la perfección. Un libro con descripciones sobre el mundo de los barcos.
Con el paso de los años, volví a leer la obra por diferentes razones y mi contexto, en ese momento, me llevó a ver al cachalote albino de una manera un poco más sofisticada: como un ente mágico perseguido por la humanidad. Y obviamente perdoné a los marineros y llegué a ver en Moby Dick a un monstruo impredecible.
En una última lectura, a dos años de haber fundado mi primer negocio, en 2018, comencé a entender la obra como una oda a los líderes que sortean los problemas propios de una empresa e hice de Moby Dick un pilar de mi visión de management.
Vivía un momento complejo, lleno de decisiones importantes, dolores de crecimiento y la salida (necesaria, por cierto) o bajada del barco de una persona relevante para la empresa hasta entonces, cuando Leo, uno de los colegas que más admiro en la industria de la comunicación y quien es uno de los colaboradores más comprometidos con Tack, mi empresa, me dijo que yo (y los emprendedores) debíamos ser un poco más como el Capitán Ahab.
Líderes que no ceden ante ningún obstáculo, que tienen un objetivo tan claro que son capaces de bajar del barco a cualquiera que no coincida con su ideal, que saben cómo realizar un ejercicio consciente para elegir a su equipo y cómo encontrar a su propio Starbuck (sí, esta novela inspiró el nombre de la cadena de cafeterías). Ese Starbuck que se vuelve un complemento, ese segundo al mando o ese socio que logra que las diferencias no se conviertan en un reto más en la odisea de alcanzar a la ballena blanca.
Lo que pasa es que no hay que olvidar que somos las personas las que creamos un modelo de negocios, las que operamos una tienda, las que atendemos a un cliente y las que somos clientes. Las que hundimos o levantamos una marca. Las que compartimos valores y, como consecuencia, las que vamos –o no– por el mismo propósito. Las que podemos decidir que no nos es posible andar en el mismo barco que otro.
A la pregunta sobre qué es lo más complicado de dirigir empresas, la respuesta es recordarte continuamente que estas están vivas. La razón es que “las cosas” (los entes inertes) no “hacen las cosas” sino que nosotros, las personas, somos las que ejecutamos acciones; y de acciones está hecha la vida. Y los negocios también.
Hoy, en el día mundial de la población, vale la pena pensar a quién sientas a la mesa… y deben ser los mismos a los que invitarías a tu casa a convivir con tu familia. Es importante porque, por ejemplo, si tienes un socio con una cola larga que le pisen (que estafe, que maltrate, que humille) se pensará que tú y todos los que anden en el mismo barco, son así. Por el contrario, si tienes colaboradores comprometidos, la dedicación en todo lo que haces será tu insignia.
Jamás lo olvides.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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