Por Desirée Navarro
Cuando escribo estas palabras y después de revisar las estadísticas, es muy probable que quien lea este artículo, haya sido víctima de algún tipo de abuso durante su infancia. Es algo con lo que se vive, se aprende a superar, se afronta y nos hace tan sensibles que luchamos para que estas prácticas se destruyan. Ninguna niña o niño merece sufrir ni tener marquitas en el alma.
¿Qué le harías tú a un pederasta si abusara sexualmente de tu hija de cinco años?
Fue una encuesta en redes que realicé recientemente. Las respuestas variaron desde pena de muerte, castración o cadena perpetua.
Sé perfectamente que todas ellas no están permitidas por los Derechos Humanos ni se encuentran en la Constitución, pero quise demostrar que no existe ley ni castigo que pudiera reparar el alma a una bebé víctima de abuso, ni padres que consideraran el perdón como opción. Fue un ejercicio para entender que a veces las leyes no alcanzan para hacer justicia.
El abuso sexual infantil en México es un problema que no disminuye; simplemente cambia de rostro. Cada día, miles de niños y niñas se encuentran atrapados en un ciclo de violencia y sufrimiento del que no saben cómo escapar. Las estadísticas son desgarradoras: los registros de lesiones 2019-2022 de la Secretaría de Salud demuestran que, en los hospitales del país, se atendió por violencia sexual a 9 mil 929 personas de entre 1 y 17 años durante 2022.
Desde que nacen, nuestros niños viven bajo amenaza. Ocupamos el primer lugar mundial en abuso sexual contra menores. Se estima que, en el país, uno de cada cinco menores sufre algún tipo de abuso sexual antes de cumplir los 18 años. Sin embargo, más allá de los números, lo que realmente pesa es el dolor y la angustia que viven cada uno de estos pequeños. Además, saber que existe un silencio por prejuicios sociales hace más letal al enemigo.
La impunidad es una de las sombras más oscuras que rodean este fenómeno. A menudo, los casos de abuso son silenciados, ignorados o desestimados por las autoridades, creando un entorno en el que los perpetradores operan con total libertad. La justicia parece ser un concepto inalcanzable; parece que es más fácil hacer justicia cuando se hacen públicos los casos.
Las redes sociales han demostrado su poder para visibilizar las injusticias, pero esta visibilidad no debería ser una condición necesaria para que se actúe. La falta de respuesta institucional ante el abuso infantil ha sido una constante que perpetúa el sufrimiento de las pequeñas e indefensas víctimas y deja a los abusadores en la oscuridad, donde pueden seguir causando daño.
El dolor de las víctimas es un eco que resuena en cada rincón de nuestra sociedad. Ellos son los que cargan con las secuelas de un abuso que, en muchos casos, se convierte en un trauma que les acompaña toda la vida. Cada niño que sufre abuso lleva consigo una historia de desconfianza, inseguridad y, en muchos casos, una vida marcada por la ansiedad y la depresión. La única realidad es que no hay ley ni juez que logre reconstruirle el alma a las víctimas.
Como sociedad, somos corresponsables de sanar a cada menor abusado. No podemos cerrar los ojos ante esta realidad. La educación y la sensibilización son herramientas cruciales para prevenir el abuso y proteger a nuestros niños. Debemos fomentar un ambiente donde los menores se sientan seguros y apoyados, donde se les enseñe a identificar situaciones de riesgo y a hablar sin miedo sobre sus experiencias. Cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar, desde padres y educadores hasta legisladores y ciudadanos. Es fundamental denunciar y visibilizar estos casos, romper el silencio que rodea al abuso y garantizar que las voces de las víctimas sean escuchadas.
No olvidemos que las víctimas de abuso sexual infantil son también un reflejo de nuestra sociedad. Cada historia de dolor es un llamado a la empatía y a la acción. No podemos ser cómplices del silencio ni permitir que el abuso siga siendo una realidad aceptada. La lucha contra el abuso infantil es una batalla que debemos librar juntos, con valentía y determinación.
Para cerrar, quiero recordar que aunque el camino hacia la justicia y la sanación es largo y complicado, cada paso cuenta. Cada voz que se alza en contra del abuso, cada denuncia que se presenta, cada niño que encuentra el valor para hablar, nos acerca un poco más a un mundo donde los menores puedan crecer en un entorno seguro y amoroso.
No podemos seguir siendo espectadores del sufrimiento de nuestras niñas y niños, no esperemos a preguntarnos “¿qué haría yo si fueran mis hijos?”, no dejemos que sigan pensando que abusar de nuestros niños es un hecho que probablemente nunca tenga consecuencias.
Es hora de asumir nuestra responsabilidad colectiva, por Kim, por Roberto, por Lore, por Carlos y por cada niña y niño al que le quebraron su infancia y rompieron su alma. Cada menor abusado es un grito ahogado que nos debe obligar a actuar. No podemos permitir que el abuso sexual infantil siga siendo un tema tabú, un secreto oculto en las sombras de nuestras comunidades. Es vital que hablemos, que denunciemos, que exijamos justicia y que no permitamos que sus gritos, los de todos, mueran en el silencio.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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