Por Diana J. Torres
Siempre que se acercan estas fechas yo ando cagada de miedo día y noche. Escucho alertas sísmicas en cada ambulancia que pasa, en cada helicóptero… hasta cuando mi vecina da un portazo creo que tiembla. Sueño que tiembla casi diario y nada más espero el momento en que la pesadilla se repite en la vigilia. ¿Cómo y cuándo se supera el trauma de haber visto caer una ciudad a mis pies?
Ese día, hace ahora cinco años, yo estaba en la avenida Baja California Sur, en un taxi, acompañando a mi pareja de entonces al dentista. Ya por la mañana nos habíamos llevado el sustote de la alerta conmemorativa porque ninguna de las dos nos acordamos.
Cuando empezó a sonar de nuevo a la una y cuarto, yo en mi ingenuidad le pregunté al taxista si era normal que sonara otra vez. El hombre padeció, frenó en seco, derrapando y antes de poder pronunciar la palabra "no" ya teníamos un chingo de vidrios y fachadas cayendo sobre el carro y alrededor. Ella me dio la mano y me dijo "te quiero mucho" y cerró los ojos. Yo, aterrorizada, miraba por la ventana y solo veía edificios, el cielo había desaparecido y hacia delante el asfalto, junto con todos los demás coches, parecía una culebra siniestra sacudiéndose. El señor metió el freno de mano y rezó un padre nuestro que se me hizo eterno.
Cuando paró nos dijo que nos bajáramos y se arrancó apresurado.
¡Mi casa! Dijo ella. Así que nos dispusimos a caminar hasta Balderas, sin saber si nuestros hogares seguían en pie. Por el camino por Insurgentes escuchamos varios edificios caer, uno de ellos, el de la calle Medellín, nos ofreció un espectáculo dantesco: de la nube de polvo y cemento salían personas corriendo a ciegas pues sus ojos estaban completamente cubiertos de gris, se asemejaban a estatuas o zombies. Pasamos también por una clínica obstétrica que había decidido sacar a todos los bebés, algunos con todo y su incubadora, a la calle, y lloraban todos al unísono en una ópera macabra.
Su casa estaba prácticamente intacta, la mía en la Obrera también. Pero no podíamos quedarnos de brazos cruzados y tampoco sabíamos muy bien qué hacer.
Así que esa misma noche decidimos salir en su troca a repartir unas garrafas de tequila que teníamos, para alivianar a quien quiera que hubiese perdido su techo o a seres queridos. Regresamos al amanecer, en shock, a tratar ilusoriamente de dormir un rato.
Al día siguiente, mientras ella se lanzaba al Foro Alicia para recoger acopio de víveres y formar parte de la caravana que saldría hacia el epicentro en Morelos, yo me lancé a Chimalpopoca, muy cerca de mi casa, a levantar escombro y ayudar en las tareas de rescate de las decenas de mujeres que quedaron atrapadas tras el derrumbe de una fábrica. Nunca voy a poder olvidar los gritos de esas morras ahí, abajo de todo, luchando por su vida. Ni la impotencia de saber que la gran mayoría no la iban a librar.
En Morelos la situación que topamos no era mejor. Recuerdo el asco profundo que sentí por mi especie cuando a mitad de la carretera, los militares paraban a quienes llevaban la ayuda para ponerles a todos los productos, donaciones solidarias de la gente, una calca con la jeta del gobernador de aquel entonces.
Pasaron muchas cosas en esos días, también dentro de mí. Una no se regresa de algo así intacta, es imposible. Y siempre que se acercan estos días, aunque no suene la alerta, yo tiemblo.
@Pornoterrorista
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