Por Diana Murrieta
En México denunciar un delito de violencia de género es un desafío que va más allá del miedo y el trauma personal. Enfrentarse a un sistema que protege a los agresores y revictimiza a las denunciantes convierte la búsqueda de justicia en un camino lleno de obstáculos, especialmente cuando el agresor tiene poder político, económico o social.
Cada día diez mujeres son asesinadas en México, y la mayoría de estos crímenes quedan impunes. Según la ENDIREH, casi la mitad de las mujeres mexicanas han sufrido violencia en su vida y al menos el 13 % ha experimentado violencia sexual en el último año. Sin embargo, pocas denuncias llegan a sentencia y cuando el agresor tiene influencia, la impunidad es casi segura.
Denunciar a un hombre poderoso puede traer represalias: amenazas, difamación y manipulación de pruebas. Muchas denuncias se archivan sin investigación, y cuando se logra una sentencia favorable, es la excepción y no la norma. En 2020 se registraron 1,577,327 asuntos en tribunales estatales, pero solo se emitieron 113,859 sentencias. Esta disparidad evidencia la dificultad de acceso a la justicia, especialmente para las víctimas cuyos agresores tienen poder.
Ejemplos abundan en la esfera pública y privada. Mujeres que han denunciado a políticos, empresarios o figuras de la farándula han sido perseguidas, mientras sus agresores manipulan el sistema para evitar consecuencias. La capacidad de pagar abogados influyentes, usar medios de comunicación y criminalizar a la víctima es una estrategia recurrente para mantener la impunidad.
El movimiento feminista ha sido clave para visibilizar esta realidad. El movimiento Me Too, nacido en Estados Unidos y tuvo gran impacto en México al romper el silencio sobre abuso y violencia de género. No solo se ha usado para denunciar, sino también para exigir cambios estructurales que pongan fin a la impunidad y revictimización. Romper el pacto de silencio es fundamental para garantizar que la justicia alcance a todos, sin distinción de poder o recursos.
Otro referente es el movimiento Ni Una Menos, que surgió en Argentina en 2015 tras el feminicidio de Chiara Páez. En México esta consigna se convirtió en un grito de lucha contra los feminicidios y la inacción del Estado. Las marchas del 8 de marzo y el Paro Nacional de Mujeres en 2020 evidenciaron la indignación social y la necesidad urgente de cambios en el sistema de justicia.
Casos como el de Lydia Cacho han servido de inspiración para que más mujeres se atrevan a denunciar, aunque el reto sigue siendo enorme. La corrupción dentro del sistema judicial es un factor clave en la perpetuación de la violencia de género.
Jueces, fiscales y agentes del Ministerio Público pueden revictimizar o chantajear a las denunciantes en lugar de brindarles justicia. Además, la falta de capacitación con perspectiva de género agrava la situación, pues muchas veces se desacredita a la víctima en lugar de investigar al agresor.
Para cambiar esta realidad, no basta con reformas legales; se requiere una inversión significativa en capacitación, infraestructura y mejores condiciones laborales para quienes imparten justicia. Sin recursos adecuados, cualquier reforma quedará en el papel. Es crucial fortalecer protocolos de atención a víctimas, formar personal especializado y garantizar un sistema libre de corrupción.
También es esencial fomentar una cultura de denuncia sin miedo a represalias.
Muchas mujeres no denuncian por temor a ser perseguidas o porque saben que el proceso judicial será desgastante y revictimizante. Crear mecanismos de acompañamiento, protección efectiva a testigos y programas de apoyo psicológico para las víctimas es un paso clave para fortalecer el acceso a la justicia.
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