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Por Diana Murrieta

Por fin. Después de más de cuatro años de espera, de lucha incansable y de mucha  resistencia, el sistema judicial israelí ha dado luz verde a una decisión histórica: la  extradición de Andrés Roemer a México. He estado acompañando este proceso  desde el inicio, muy de cerca y hoy, más que nunca, siento la necesidad de  compartir lo que he pensado, no solo en estos últimos días, sino desde hace ya  mucho tiempo. 

Este acontecimiento, que se lee en los titulares como un simple hecho legal,  encierra mucho más que el traslado de un hombre acusado. Es, ante todo, un  mensaje rotundo: la justicia puede ser lenta, pero no siempre es ciega ni sorda ante las voces de las víctimas

Andrés Roemer, exdiplomático, académico y figura mediática, ha sido señalado por  más de 60 mujeres por delitos sexuales, incluyendo violación. El patrón de conducta  descrito por las denunciantes tiene similitudes alarmantes: invitaciones a  entrevistas, reuniones en espacios privados disfrazados de encuentros profesionales y, después, agresiones sexuales. Cuando las primeras denuncias  comenzaron a circular en 2021, Roemer huyó de México. Se refugió en Israel, aprovechando las deudas políticas que tenía este país con él y el hecho de que entre ambos países no existe un tratado formal de extradición. Ahí permaneció,  amparado por el silencio, el poder y sus influencias. 

Pero las denuncias no se silenciaron; al contrario, se hartaron, tuvieron la necesidad  de levantar la voz más fuerte. Mujeres valientes decidieron hablar, compartir sus historias, enfrentarse al estigma y a un sistema que muchas veces no cree en ellas. Colectivos feministas, abogadas, periodistas y ciudadanas mantuvimos el caso en  la conversación pública. Y el Estado mexicano, al menos en este punto, actuó. A  través de la Secretaría de Relaciones Exteriores y la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, se impulsó la solicitud de extradición, apelando al principio de  reciprocidad internacional. 

La Corte Suprema de Israel ha dicho que sí. Ha rechazado los argumentos de la defensa de Andrés, que intentaron presentarlo como víctima de persecución antisemita o como benefactor del Estado israelí. El juez Yosef Elron fue contundente: Roemer es un acusado como cualquier otro, y no debe recibir trato especial. Esta afirmación es poderosa, porque desenmascara uno de los  mecanismos favoritos del privilegio: convertir al agresor en víctima. 

En un mundo donde muchas veces los hombres poderosos logran evadir la justicia, este paso no es menor. Establece un precedente para otros casos de agresores  que intentan refugiarse en la impunidad transnacional. Envía un mensaje claro:  ningún lugar es seguro si el delito existe y que las víctimas pueden tener justicia. 

La decisión también obliga a mirar hacia dentro. La justicia mexicana tendrá que  demostrar que está preparada para recibir el caso con la seriedad, sensibilidad y  profesionalismo que amerita. Será necesario proteger a las denunciantes, garantizar un proceso con perspectiva de género y evitar que tecnicismos legales o  influencias externas terminen favoreciendo al acusado. La Fiscalía capitalina tiene ante sí una oportunidad clave: hacer de este caso un ejemplo de lo que sucede  cuando se actúa con responsabilidad. 

Es importante subrayar que la extradición no es la victoria final, pero sí es una  conquista significativa. Es el resultado del trabajo articulado entre la denuncia valiente de las mujeres, el acompañamiento de redes feministas, la presión pública y una voluntad institucional que, aunque tardía, se manifestó. Cada uno de esos elementos fue crucial. Sin ellos, Andrés seguiría en libertad, dando conferencias y escribiendo columnas, impune. 

Este caso también nos recuerda por qué es tan importante seguir hablando de  violencias sexuales, de cómo se cometen, de cómo se encubren y de cómo se enfrentan. Nos confronta con las estructuras de poder que permiten que personas con prestigio e influencia operen con total impunidad. Y nos obliga a preguntarnos: ¿cuántos más hay? ¿Cuántas mujeres siguen sin justicia? ¿Cuánto nos falta para  que estos casos no sean la excepción, sino la regla? 

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