Por Edmée Pardo
Supe de ella como personaje antes que de ella como escritora. La mujer, la catedrática, la embajadora, la divorciada, la valiente, la suicida, la distraída, la accidentada. En una comida familiar mi tía comentó que la maestra de su hermana había muerto electrocutada al mal conectar una lámpara. Me impactó la imagen de una luz que se enciende frente a una vida que se apaga. No puedo decir con certeza si lo comentó como se platican las cosas entre la gente que se conoce o aprovechando que estábamos los niños ahí y nos perseguían todo el día con el fantasma de los accidentes, cuidado con mojar los cables, jamás acercar la mano a los contactos. La vida electrodoméstica puede ser muy riesgosa en especial para los niños traviesos y nadie como Rosario para ejemplificar el caso.
En la preparatoria me acerqué a un primer libro suyo. El eterno femenino, una obra de teatro fársica que cuestiona sobre la vida cotidiana de las mujeres en lo que hoy se llama el sistema patriarcal y que recuerdo como una novela. Yo, que entonces estaba en la ruta a definir la mujer en quien me convertiría, me divertí con un par de escenas. Me gustó la bravura de esa mujer de cejas particulares, definidas y oscuras, arqueadas sobre la frente. En mi familia, las féminas habitaban su mundo sin reparo, o si lo hacían era de modo para mí imperceptible.
Después a su nombre le creció un aura: el de la gran Rosario, la flamante embajadora en Israel, la gran escritora mexicana, indigenista y feminista. Leerla se convirtió materia obligatoria. Me acuerdo de que cuando leí Balún Canán, apenas abrí una hoja ya estaba yo en Chiapas, escuchando de la voz de una niña, el relato de un mundo absolutamente desconocido al que reconocía por algunos olores y siluetas. Podía relacionarme con la familia Argüello y el lamento de la protagonista donde el hermano varón tiene mayor valor, desde mi casa clasemediera urbana. Rosario se convirtió en cápsula de viaje, en sus libros me transportaba a lugares incómodos y sorprendentes. Quise conocer Chiapas por ella.
Tantísimos años después y con pretexto de este aniversario, me asomo al librero: hay seis volúmenes de su autoría. No los he abierto en décadas. Me sorprende encontrar un libro de poesía, Bella dama sin piedad. En mi memoria es solo narradora, aunque haya explorado otros géneros como el teatro y la poesía.
Su presencia es como la de una tía vieja, a la que no saludo hace mucho. Una mujer permanentemente vestida de negro, que vive en una casa en penumbra. Los muebles, mesas y sillones, están cubiertos por carpetitas tejidas a gancho, que alguna vez fueron blancas y hoy lucen amarillas y manchadas. Toda ella huele a naftalina y perfume antiguo. Sabe que voy a visitarla, se acicala porque estar bien presentada es cosa fundamental en su existencia. Corre las cortinas, abre una persiana para refrescar el aire. La iluminación es insuficiente. Se acerca a encender la lámpara erguida junto a su escritorio. Quiero decirle que no lo haga, por favor, pero ya es muy tarde, acciona el interruptor, sucede la descarga. Así escribió su colega Jaime Sabines. “Sólo una tonta podía dedicar su vida a la
soledad y al amor. Sólo una tonta podía morirse al tocar una lámpara, si lámpara encendida, desperdiciada lámpara de día eras tú.”
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
Comments ()