Por Edmée Pardo
Cuando era joven leí 24 horas en la vida de una mujer (1927) de Stephan Sweig, un poco más grande Ana Karenina (1878) de Leon Tolstoi y después a Madame Bovary (1857) de Flaubert. Esas lecturas construyeron mi imaginario sobre las relaciones de pareja, el enamoramiento y la infidelidad de las mujeres convencida, porque así lo decían los maestros, de que esos autores conocían como nadie el alma femenina. En ese entonces no me hacía tantas preguntas, asumí que los escritores sabrían de lo hablaban en esas historias magníficas; tampoco existía el término “mansplaining”. En la universidad leí Arráncame la vida (1985) de Ángeles Mastreta, sintiéndome muy dentro de ese texto. Poco después me entusiasmé con Una pasión (1993) de Annie Ernaux. Cerré el libro sabiendo que alguien como yo había pasado horas de su vida sin salir de casa en espera de la llamada telefónica del amante. Quizá porque las dos últimas novelas eran de autoras contemporáneas me parecían superiores en el dominio de la intimidad y las emociones de la mujer que yo empezaba a ser; una cuestión de épocas, supuse. Quizá, concluí después, es que eran autoras mujeres construyendo personajes femeninos hablando de sus sentires. Afortunadamente, ya no tengo que quedarme con una sola versión, patriarcal y dominante, de la vida conyugal y sus aburriciones. Puedo asomarme a distintas variantes sobre este y todos los tópicos.
¿Somos las autoras mejores que los autores para narrar sobre el universo que construimos y habitamos? Creo que sí porque lo conocemos desde dentro, en el entendido de que haya una mínima calidad y oficio en la escritura. Siempre se habla de Memorias de Adriano y de la magistral pluma de Yourcenar para crear un personaje de género opuesto al suyo, porque sí, hay narradores que se mueven en otras lattitudes, géneros e imaginarios distintos al propio y lo hacen de modo extraordinario.
Yo, cada día leo más autoras. Entre otras razones porque me topo con una mirada distinta a la que he escuchado durante muchos años; porque aparecen emociones y realidades que antes no eran valoradas ni validadas; porque tengo una empatía natural con los universos que narran; porque leer sobre mujeres protagonistas me hace saber que todas podemos ser protagonistas de nuestras vidas y eso empodera; porque hay una perspectiva única y valiosa que solo aportamos con nuestra mirada.
Pero, la verdad, también leo hombres por esos mismos argumentos: su particularidad en visión de mundo y estilo. No importa el género ni la nacionalidad de quien escribe; importa la resonancia con nuestro momento de vida e intereses.
Lo que me parece destacable es que somos más las mujeres que leemos a mujeres que hombres. Somos nosotras las interesadas en reconocernos a nosotras mismas, en ser parte de la narrativa contemporánea que nos incluye, y que incluso nos exige participación plena.
En este momento estoy leyendo sobre plantas y árboles. En mi larga lista de obras finalistas incluí a varias autoras. Seleccioné un cuento de Catherine Mansfield, La dicha y otro, de Virginia Woolf Los jardines de Kew. También una biografía de Alexandre von Humbolidt narrada por la extraordinaria Andrea Wulf, La invención de la naturaleza. No importa el tema, siempre busco leer y escuchar a las mujeres. Mi mundo es más amplio gracias a ello.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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