Por Edmée Pardo
La gente muere. Lo normal. Los japoneses dicen que, simplemente, los vivos se mudan al mundo de las mayorías. Dicen los que cuentan que actualmente hay más de 7 mil millones de personas vivas y el Population Reference Bureau estima que hubo alrededor de 107 mil millones de personas que vivieron alguna vez. Es decir, hay 15 personas muertas por cada una con vida. Superamos los 7 mil millones de muertos entre el 8,000 a.C. y el 1 d.C.
Ese número de personas fallecidas, por lo menos, fueron hijos de una mujer y conocieron a alguien más. La pregunta es: ¿qué hacemos y decimos frente a la muerte quienes quedamos en el mundo de las minorías? ¿Qué palabras acompañan al vacío, al mundo de la nada?
Adam Bernstein, editor de la sección de necrológicas de The Washington Post desde hace 15 años y presidente de la SPOW (Society of Professional Obituary Writers), tiene muchas reflexiones sobre el género narrativo que producen los muertos y que vale la pena leer.
Me pregunto: ¿es lo mismo un obituario, una nota necrológica, un epitafio o una esquela? Según la RAE, el obituario se refiere al dato duro: la fecha de defunción y entierro de la que se lleva nota en los libros parroquiales. El epitafio es la frase que se graba en una sepultura, la esquela se refiere a la notificación de un deceso y la necrológica es la nota informativa sobre los sucesos de la vida y la muerte de una persona.
Toda esta reflexión surge a raíz de que mi madre murió hace 12 días. Y sin querer, como familia, hemos participado en todos los géneros narrativos que provoca la muerte.
La esquela dice: “Nuestra querida Chinita se encuentra disfrutando La Paz Divina (nótese las mayúsculas para las últimas tres palabras). Ahí, en Dios, en donde todos somos uno, eternamente nos abraza”. La redacción corrió a cargo de mi hermana mayor, quien tiene una visión amplia del alma más que de la vida del cuerpo. El nombre de Chinita se lo otorgó hace 36 años mi sobrino mayor, quien, para distinguir entre la abuela paterna y la materna, eligió el adjetivo del cabello de mi madre para nombrarla. Mi madre, antes de los 12 años insufribles del cáncer, tuvo el pelo rizado y brillante como nadie. Fue la abuela del pelo chino. Y desde entonces, la chinita del bosque se convirtió en la mujer de corazón amplio libre de amar a las siguientes generaciones.
El epitafio dice “Edmée Murray, 22 de junio de 1939, 19 de agosto de 2022, ejemplo de vida”. Frase también acuñada por mi hermana, la misma que redactó la esquela, que menciona en tres palabras lo que nos enseñó mi madre en 83 años.
No estoy segura de que haya alguna iglesia en donde hoy exista el dato de inicio y del fin de la existencia, pero las oficinas de gobierno que harán oficial su deceso tardan hasta 20 días hábiles en convertir la ausencia en un acta oficial que nos permitirá realizar los trámites para legalmente sacarla del mundo de los créditos, las apps, los seguros médicos y una lista interminable de cuentas que incluyen: Skype, Telmex, Spotify, Banamex, GNP, HBO, Telcel, Greenpeace, Aldeas infantiles, Comercio justo, Hacienda, IMSS y una interminable lista de pulsos electrónicos que no permiten que el celular y el correo electrónico de mi madre descansen en paz, como espero lo haga ella.
El reto no es solo escribir el obituario, el epitafio, la necrológica, la esquela y el discurso amoroso de quien acaba de nacer hacia otro mundo, como lo hizo mi hermano menor al final de las misas que se hicieron en su honor. Sino a partir de breves palabras construir el legado que cabe en un recuadro del periódico, en una imagen del celular o en una columna de un diario electrónico, y dar permiso a su desaparición de este plano.
Mi madre murió, mi China adorada, mi tocaya, el retoño mío, mi vecina, mi cómplice de vida, mi orgullo, la primera persona que tomó mi mano, mi iniciación al dolor, a la dicha y al crecimiento más grande. Ya habrá palabras para narrar su interminable no muerte. Apenas hoy puedo nombrar su paso por la vida. Que brille para ella la luz perpetua.
@edmeepardo
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