Por Edmee Pardo
Cuando era niña se decía “hablamos del clima” para dar a entender que había sido una conversación trivial, nada personal ni significativa. Claro que era la época del maravilloso clima mexicano cuando los sucesos atmosféricos en el mundo eran medianamente estables. Hoy, hablar del clima y el cambio climático es cosa seria y mayúscula por varias aristas: la política, la económica, la ecológica, la cultural. Pero hablar de clima y tiempo no es lo mismo.
El tiempo es lo que sucede en el presente en un lugar determinado en relación a condiciones atmosféricas: humedad, temperatura del aire, presión y nubosidad. El clima es el promedio de tiempo en un lugar en específico. Es decir, para hablar de lo que sucede hoy hablamos del tiempo, y de lo que sucede en cierta temporada anual es del clima. Los datos del clima se obtienen de la media del tiempo de los últimos 30 años. El pronóstico del tiempo cambia día a día y el clima cambia en años. El cambio climático se refiere a variaciones que se dan a una velocidad “no natural”, sino creada por los usos culturales de recursos y energía.
Consultamos el tiempo, generalmente, para saber la temperatura máxima y mínima del aire; las posibilidades de lluvia; la nubosidad, si habrá o no neblina; y la velocidad y duración de los aires: suave, brisa, ventoso y fuerte. Los frentes señalan masas de aire de diferente temperatura que chocan entre sí.
Todo esto para decir que el tiempo se mide y se lee, que tiene su gramática organizada en vocablos lejanos como barómetro, que identifican la presión atmosférica, termohigrómetro que calcula temperatura y humedad, pluviómetro que deduce el volumen de agua caída, heliógrafo que evalúa la intensidad y duración de los rayos, y el anemómetro que observa la temperatura y velocidad del aire en una escala de medición Saffir-Simpson, que divide los huracanes en cinco categorías. Y si el tiempo es gramática que genera su propia narrativa, estamos frente a posibles relatos que van de lo plano a lo intenso, de lo predecible a lo impredecible, de sucesos extraordinarios, de variables insospechadas, de vueltas de tuerca y giros inesperados. Como sucedió hace una semana con una historia llamada Otis que pintaba hacia un rumbo y una velocidad con un final predecible y medido y que, sin previo aviso, cambió de intensidad, ruta de entrada y extensión. Un desarrollo dramático con un final absolutamente inesperado del que hoy los especialistas investigan sus causas y que es el principio de una segunda temporada que tiene, también, su propia gramática: devastación, muerte, incomunicación, desempleo, fondos para desastres naturales, corrupción, rapiña, solidaridad, políticas públicas, apoyo humanitario. Leí un texto que proponía recimentar en lugar de reconstruir, resurgir en lugar de reparar. Palabras que nombran una actitud distinta frente al desastre, una oportunidad para empezar de nuevo desde un mejor entendimiento; una propuesta con mirada hacia el futuro y no en la búsqueda de salvar el pasado. Lo cierto es que estamos frente a una historia que está por escribirse y que se podrá leer en unos años como una tragedia de la que, a pesar de todo, y con ayuda de muchos, salimos victoriosos. Espero.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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