Por Gabriela Andrade Gorab
- Sobre la paradoja de lo íntimo y lo universal
Vivimos en una época que celebra la individualidad, pero también exige una constante entrega al juicio colectivo. En este contexto, la afirmación “nada y todo es personal” resuena como una paradoja que nos obliga a pensar en la delgada línea entre lo que nos pertenece íntimamente y lo que inevitablemente compartimos con los demás.
“Nada es personal”, se suele decir, para invocar una distancia emocional, una especie de escudo que nos protege de las heridas. La crítica del otro, la traición, el olvido, el abandono—todo se minimiza bajo la excusa de que el otro actúa desde su mundo, desde su historia, desde su herida, y no en contra de nosotros.
Como escribe Don Miguel Ruiz en Los Cuatro Acuerdos: “Nada de lo que otros hacen es por ti. Lo que otros dicen y hacen es una proyección de su propia realidad.” Es una idea útil y terapéutica: nos permite soltar, desidentificarnos del dolor y ver los conflictos con cierta objetividad. Bajo esta óptica, nada es completamente personal porque todo está mediado por el filtro de las vivencias individuales del otro.
El ego se disuelve en la aceptación de que lo que ocurre no siempre tiene que ver con nosotros, incluso si nos afecta.
Pero al mismo tiempo, todo es personal. Todo lo que vivimos, lo que sentimos, lo que recordamos y deseamos se filtra a través de nuestra subjetividad. Las palabras que nos dicen, las acciones que nos hieren o inspiran, los silencios que nos enfrían, todo lo interpretamos desde nuestro universo interior. Incluso aquello que el otro no quiso decirnos de cierta manera puede tocarnos profundamente.
Somos seres sensibles, en constante interpretación del mundo. Y eso hace que todo—desde una mirada hasta una ausencia—adquiera un matiz profundamente personal. Incluso el arte, que nace del impulso de compartir algo con los demás, no deja de ser una exploración de lo íntimo; y lo político, que parece estructural, tiene consecuencias inmediatas sobre nuestras emociones, nuestros cuerpos, nuestras elecciones diarias.
Entonces, ¿cómo convivimos con esta dualidad? Quizás la clave esté en la conciencia. Saber que nada es del todo personal puede ayudarnos a cultivar la compasión, la paciencia y el desapego. Y saber que todo, en algún nivel, lo es, nos conecta con la responsabilidad, la empatía y el poder de reconocer nuestro propio lugar en la historia que habitamos.
“Nada y todo es personal” es, en última instancia, un mantra para navegar los vínculos, el arte, la política, el amor y el dolor. Un recordatorio de que no somos el centro del universo, pero que tampoco somos ajenos a sus temblores. Porque aunque el mundo no gire en torno a nosotros, inevitablemente lo vivimos desde dentro. Y eso, de por sí, lo vuelve personal.

Arte. Infinity Mirrored Rooms de Yayoi Kusama
Desarrolladas desde 1965 hasta la actualidad, son instalaciones inmersivas que colocan al espectador en el centro de un espacio reflejado al infinito. A través de espejos, luces LED y patrones obsesivos —como calabazas, faroles o esferas flotantes— Kusama (1929, Japón) genera una experiencia sensorial que difumina la frontera entre lo interior y lo exterior.
Cada visitante queda rodeado por su propia imagen multiplicada, suspendido en un vacío cósmico, como si el yo se disolviera en un universo sin fin.
Estas obras exploran temas profundamente personales y a la vez universales: la obsesión, el trauma, la disolución del ego y la infinitud como metáfora espiritual y psicológica. Kusama, quien ha vivido con trastornos mentales desde joven, convierte su percepción alterada de la realidad en una experiencia compartida que habla tanto de sus alucinaciones como del deseo colectivo de trascendencia. En obras como The Souls of Millions of Light Years Away (2013) o Phalli’s Field (1965), lo íntimo se vuelve cósmico y lo personal, colectivo.
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