Por Gabriela de la Riva
Hoy en la mañana caminaba en los viveros de Coyoacán, en una de las primeras salidas después de la pandemia, iba muy inspirada observando las plantas, las flores, las hojas de otoño en el suelo y una que otra ardilla asomándose entre las ramas.
Tomaba una foto del largo camino bordeado por hermosos árboles, cuando alcancé a escuchar un sollozo.
Volteé y ví a una señora sentada en una banca húmeda.
Me acerqué, porque pensé que se había sentido mal al hacer ejercicio, pero no. Estaba llorando. Le pregunté si estaba bien, y me dijo que no me preocupara, que solo era su “pesar de cada día”. Me quedé muda. Me senté al lado. No sabía qué hacer.
Cuando vio que no me movía, me dijo “no se preocupe. No quiero molestarla. Solo vengo para pensar un poco y no volverme más loca. Vengo para buscar entre mis pensamientos a mi hijo Gerardo”, insistió al ver que yo estaba quieta esperando algo de su parte.
El estómago se me dio vuelta. Me imaginé muchas historias dramáticas y terribles. Me acordé de un sobrino –hijo de mi prima Viviana– que balearon y mataron en los tiempos duros en Guatemala. Él también se llamaba Gerardo.
Mi primera reacción fue llorar y abrazarla. Me aguanté y solo me quedé al lado.
“Ojalá que lleguen mis pensamientos hasta donde esté señorita. Pero no quiero distraerla”, volvió a decir desde el fondo de su garganta temblorosa.
No le dije nada, pero bastó que le tocara el brazo y entonces se echó a llorar.
“Hace 14 meses lo sacaron de la casa y se lo llevaron. Solo dijeron que escribía muchas pendejadas y tenía malas influencias. Hoy no tengo dónde llorarlo. Eso está muy duro señora.
No se quede. Nadie se queda.
Solo las otras madres dolidas y que están como yo. A nosotras nadie nos hace caso.
Estoy esperando a mi esposo. El salió a caminar, al pobre le dio por el alcohol. Pero él no está en las protestas. Ya se cansó. Dice que eso es para las viejas.”
- Soy Gabriela
- y yo soy Consuelo, me respondió.
(¡Vaya nombre!, pensé)
-¿Necesita algo?
-No, vaya y prenda una velita. Por ‘mijo’ y por tantos que andan por ahí sin que los lloren hoy.
Llegué a mi casa sin poder quitarme ni su rostro, ni su voz, ni menos su historia de mi cabeza. Este año no puse altar, pero lo mismo busqué una veladora y la puse entre unas flores y frutas de verano que tengo en una mesa.
La encendí y pedí por muchos muertos que andan con sus cuerpos perdidos.
Imaginé sus calaveras. Que no calaveritas.
¡Qué coincidencia! Ayer compartí el video de una mujer protestando porque nadie le hacía caso. Era Lorena, la madre de Fátima. Que por cierto me hizo sentir culpable: ella se quejaba de que preferimos ver un partido de fútbol y de que le damos más atención y a algunos hasta les inspira más pena, los asesinos que los muertos.
Y en ese momento su reclamo me atravesó y pensé: “No hacemos nada. ¡Solo “compartimos”! ¿Qué podemos hacer?“
Tengo en mi mente las calaveras de más de 100,000 “desaparecidos”, sólo en el último año.
Y me los imaginé conectados bajo tierra, de una forma mágica como los hongos que ví en un documental estupendo de Netflix.
Seguro que esas calaveras sí se acompañan, se consuelan y se platican en lo que las encuentran.
Como son mexican@s se estarán haciendo entre ellos mismos sus calaveritas..
Así es aquí en México, donde bromeamos con la muerte.
La que tiene el balazo en la frente y se burla del uniformado que se lo dio, la que es más chica y pertenece a una chavita violada y estrangulada, que ya piensa y canta otras melodías; la que está junto a muchos amigos a los que enterraron, desenterraron y cambiaron de lugar… pero como sea, debajo de esta gigante tierra… siguen juntas.
La más grande que está en el cementerio y sí lloraron. A ella la asesinaron con varios balazos porque buscaba a sus dos hijos y a pesar de las amenazas siguió necia. Finalmente pudo encontrar a sus hijos desaparecidos. ¡Solo así!... solo muerta igual que ellos.
Hoy brillan muchos altares con velitas, comidas y bebidas preferidas.
Calaveritas de azúcar con sus nombres, ríos de cempasúchil que les indican un buen camino. Mole, taquitos al pastor, vodka, ron, la anforita de los conciertos, la camiseta de los Pumas, el osito rosa de peluche, los cuadernos de la escuela, las fotos con los amigos.
Muchas vidas con historias que debían seguir viviendo.
Pero hoy, estoy segura, las calaveritas vivientes no están solas sino conectadas como los hongos. Y celebran.
Y se burlan, se hacen versos, disfrutan ver en los altares de sus antiguas casas sus cositas queridas y el recuerdo de los vivos.
Intentan decirles a sus afectos más queridos que ellos están bien, que ya pasó.
Que descansen y sigan su vida.
¡Que no se mueran con ellos!
Finalmente, la parca se los llevó.
Les tocaba dicen ellos.
¡No! no les tocaba!, debemos decir todos nosotros:
La calaca desalmada, a los hijos se llevó
Implacable y traicionera hartos pretextos usó.
Que si saben, que si dicen, que si estaban donde no…
No hay culpables, no hay consuelo, no hay manera de saber.
Todos juntos pa la tierra,
todos juntos a los pozos, todos juntos es mejor.
Pobres madres, pobres padres, sin los huesos pa llorar
¿Será que sus hijos por ahora están mejor?
¡Que se agarre a los culpables! Gritan sin perder la voz.
Los que ordenan y disparan, ejecutan y se callan,
los que dejan sin futuro a tanta gente…
amigos, parientes y cercanos, todos con dolor feroz.
Los que desaparecen los cuerpos
y dejan a tantos vivos,
hurgando en pozos y huertos.
Los que sin piedad masacran y dejan familias partidas
sin lugar donde rezar y poner intención
¡Ojo! el diablo los espera
para darles punición.
Y así, a la familia que está en aflicción,
el castigo es suficiente por lo menos pa saber
que los que arrancaron su tesoro,
en algún momento pagarán por su traición.
@delarivaG
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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