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Por Gabriela de la Riva
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Hoy, intentando recordar mi infancia, me vi sentada otra vez en la sala de mi tía abuela, que fue, en los hechos, mi abuela oficial. Una mujer fuera de época: sabia, sencilla, masona, de chongo, con delantal y sin religión (decía que hablaba con Dios directo, sin secretarios), simpática, y sobre todo, mi gran maestra de vida.

Fue la primera mujer graduada en Derecho en Centroamérica, aunque tardó veinte años en ejercer porque en Guatemala las mujeres no tenían carnet de identidad. El día que le dieron su diploma, no solo se puso a trabajar: dirigió la facultad de derecho de Occidente. De hombres.

Ella me explicaba cosas de la vida y más. Como cuando llegué de la escuela espantada porque una monja me habló del cielo y el infierno. La Luz (así le decíamos) lo resumió así: en el cielo, los bien portados y aburridos; en el infierno, los dulces, las ferias y los amigos. Amable, mi amiga imaginaria de trenzas y pantalón de tirantes, asentía con entusiasmo. Ella siempre prefería el caos al orden.

Gracias a ella, (mi abuela), la historia nunca fue aburrida. No tenía que leer los resúmenes escolares: me contaba los viajes de Colón como una telenovela, con joyas, traiciones y travesías. Trataba en las noches de descifrar la sensualidad del Cantar de los Cantares, viajaba de los Apeninos a los Andes y me angustiaba por el secuestro de Helena de Troya. Yo era Margarita (Gabrielita está linda la mar…). Cada charla con ella era mejor que cualquier libro.

Viví en una infancia libre, caótica y feliz. Jugaba en la calle y en el jardín. En vacaciones llegaban los primos y no soltábamos las bicis, casi siempre con frenos defectuosos. Me raspaba las rodillas, rompíamos los pantalones, nos atrevíamos a lugares desconocidos y reíamos por muchas tonterías. Los viajes a la finca de café eran para pasear con los tíos, jugar al fútbol en el lodo con los hijos de los mozos, cortar y comer cañas de azúcar, oler la miel de los trapiches y buscar restos de rapadura. Amable siempre encontraba los mejores escondites y, según ella, los tesoros más valiosos (que generalmente eran piedras con formas curiosas).

En primero de primaria le saqué cinco quetzales a mi papá de la bolsa del pantalón. Invité a la tiendita “Chacho” a toda la clase. Comimos helados, me compré un oso azul y todavía me sobraron monedas. Claro, me descubrieron y recibí cinturonazos que me vacunaron para siempre contra cualquier tentación de volver a robar un peso. Amable, por supuesto, desapareció convenientemente durante el castigo, pero regresó al día siguiente con una teoría sobre cómo el oso azul era en realidad un amuleto de la suerte.

La vida era así: aprendías a golpes y a carcajadas.

Mi abuelo era un español con boina, callado, fotógrafo y gran caricaturista. Un día un tal Sr. Disney le ofreció llevárselo a Estados Unidos. No se atrevió. O más bien no lo dejaron. Se quedó sacando fotos de bodas y de señoritas de moral distraída, según las tías, que luego salían en los calendarios. A mí me fascinaba verlo crear magia en su cuarto oscuro. Guardo con cariño una cámara suya en el escritorio de mi oficina. Amable decía que las fotos atrapaban almas, por eso siempre hacía muecas cuando la fotografiaban.

Mi mamá era una artista. Pintaba óleos y acuarelas, copiaba los diseños de Jackie Kennedy y de Grace Kelly a la perfección, hacía las mejores galletas navideñas, leía en su rincón de orquídeas y tomaba siestas que eran sagradas. Mi papá era más estricto: exigía excelencia, aunque fuera en el futuro si me dedicara a la carpintería. De él aprendí a ser terca y a amar el fútbol. Cuando conocí la Bombonera en Argentina, mi marido no entendía por qué lloré todo el partido. Recordaba cómo escuchábamos los partidos en su radio de onda corta. 

Fui una niña que quería ser astronauta, creo que porque el Apolo estaba de moda y porque yo ya vivía en la luna a tiempo completo. Soñaba que viajaba por el mundo y vivía en los catálogos de SEARS. Estaba segura de que todo era posible. 

Hoy no soy astronauta, pero sigo creyendo en lo mismo: que todo se puede si se pone el empeño suficiente.

Sigo pensando que la honestidad, la bondad y la igualdad no son negociables para un mundo mejor.

Y sigo celebrando que tuve una infancia imperfecta, libre, feliz.

Feliz Día del Niño. (En especial a los que lo fuimos cuando ser niño era eso: ser niño, sin asteriscos ni etiquetas)

✍🏻
@delarivag

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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