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Por Graciela Rock

En México, como en muchas partes del mundo, tener un lugar donde vivir ya no es sinónimo de hogar ni de refugio. Hoy, el acceso a una vivienda digna se ha convertido en una lucha diaria atravesada por desigualdades históricas, intereses económicos y políticas públicas desconectadas de la realidad. Las mujeres, y especialmente las jóvenes, se encuentran al final de esta carrera con los pies atados: sin acceso, sin apoyo y atrapadas en espacios que, en lugar de protegerlas, las condenan.

México está viviendo una crisis de vivienda estructural: los precios se disparan, los salarios se estancan, y la especulación inmobiliaria convierte a las ciudades en mercancías. De acuerdo con el Infonavit, al menos 400 mil viviendas en el país están abandonadas, mientras millones de personas enfrentan hacinamiento, alquileres inalcanzables o la imposibilidad de independizarse. ¿Qué significa esto para quienes quieren huir de una situación de violencia en su hogar? Simplemente, no pueden.

El espejo es inquietantemente similar en otros países, como España. La burbuja del alquiler, con viviendas precarias y condiciones abusivas —especialmente en ciudades como Madrid, Málaga o Barcelona— ha tensionado la vida hasta niveles insostenibles. Las mujeres, además, cargan con una doble penalización: menor acceso al crédito hipotecario, mayor informalidad laboral y la responsabilidad casi exclusiva de los cuidados. En ambos países, ser mujer y querer un espacio propio se ha vuelto una utopía. Ya no digamos si, además, quien busca vivienda es una persona migrante y debe enfrentarse al racismo inmobiliario. La emancipación no es una decisión: es un privilegio.

El derecho a la vivienda ha sido secuestrado por el mercado. La especulación inmobiliaria ha convertido el suelo en un activo financiero. El fenómeno no es nuevo, pero en los últimos años ha alcanzado niveles alarmantes. Fondos de inversión, constructoras y desarrolladoras revenden, fraccionan y construyen desarrollos de “alto perfil”, inaccesibles para la mayoría. En España, esta lógica ha sido incluso institucionalizada. Los llamados fondos buitre —inversionistas internacionales que compran propiedades baratas en crisis para revenderlas con ganancias astronómicas— poseen hoy miles de pisos en alquiler.

La lógica es perversa: no se construye donde más se necesita, sino donde es más rentable. Y mientras tanto, el precio de la vivienda se dispara. En la Ciudad de México, por ejemplo, el costo del metro cuadrado se ha duplicado en la última década, mientras que el salario mínimo apenas ha tenido aumentos reales. La brecha se vuelve un abismo. Vivir cerca del trabajo, de la escuela o del transporte público es un lujo. Las periferias crecen, pero sin servicios ni infraestructura.

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