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Por Graciela Rojas

Hace unos días, mientras veía imágenes generadas por inteligencia artificial al estilo del Estudio Ghibli —llenas de colores suaves, árboles infinitos y ríos cristalinos— me invadió una mezcla de asombro y preocupación.

¿De verdad hemos llegado al punto de tener que imaginar un planeta hermoso porque el real lo estamos perdiendo? Aún más preocupante fue enterarme de que ese sólo ejercicio artístico implicó un uso desmedido de recursos energéticos, que terminó contaminando agua real. El impacto de estas prácticas es tan profundo como contradictorio. Estamos utilizando tecnología para crear belleza ficticia, mientras el entorno real se degrada.

Esta contradicción entre el potencial de la IA y nuestra desconexión con la Tierra me hizo reflexionar. Y justo ahora, con la llegada del Día Internacional de la Madre Tierra, esta reflexión toma más fuerza. Según la ONU, cada año el planeta pierde 10 millones de hectáreas de bosques, una extensión similar a Islandia.

Además, alrededor de un millón de especies animales y vegetales están en peligro de extinción

No son cifras para asustar, son señales de alerta que nos invitan, con urgencia, a actuar desde donde más podemos transformar: la educación.

Necesitamos comunidades que aprendan a regenerar el planeta. Niñas, niños, jóvenes y personas adultas capaces de conectar la ciencia con la empatía, la innovación con la ética, la acción con la conciencia. Y ahí es donde la Educación STEM cobra un valor incalculable. No se trata sólo de formar profesionistas en STEM. Se trata de formar personas que comprendan que cada decisión tecnológica tiene un impacto ambiental y humano.

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Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.