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Por Heredera Romanov

El ocaso caía sobre el castillo dorado, bañando de luz ámbar las paredes de mármol y las imponentes columnas que sostenían el techo abovedado. La sala del comedor real estaba impregnada de un silencio opresivo, sólo interrumpido por el leve eco de los cubiertos de plata que el rey usaba para cortar una enchilada de mole. Mientras masticaba lentamente, su mente divagaba, atrapada en un torbellino de dudas y pensamientos.

"Mañana…" pensaba el rey, con el ceño fruncido, “se supone que mañana debo irme.” Su plan de abdicar en favor de la heredera, la que él mismo había designado con pompa y ceremonia, se tambaleaba frente a su propia vacilación. Las suntuosas lámparas que colgaban del techo parecían arrojar sombras más largas aquella noche, como si el mismo castillo percibiera la indecisión que carcomía el corazón de su soberano.

Miró al gran ventanal desde donde se divisaba la capital del reino, el rugido de las manifestaciones apenas audible a lo lejos. “Son pocos, un puñado de insensatos,” murmuró entre dientes, convencido de que el clamor de su pueblo no era más que una molestia menor. “El pueblo está feliz, ellos no entienden lo que están pidiendo… yo soy lo mejor que les ha pasado.”

Se sirvió otra enchilada, hundiendo el tenedor en la salsa oscura mientras las palabras de sus ministros resonaban en su cabeza.

—Majestad —le había dicho el ministro principal aquella mañana, con la voz cargada de preocupación—, el pueblo no apoya sus nuevas leyes. Si continúa así, habrá una rebelión que no podremos contener.

El rey había sonreído con desdén, negando con la cabeza como si hablara con un niño que no entendía nada del mundo. “¿Rebelión?” Se rió por lo bajo. “Son solo gritos vacíos. El pueblo quiere que me quede, lo sé. No tienen idea de cuánto me necesitan.”

Durante las últimas semanas, había modificado las leyes una y otra vez, ajustando la estructura del poder para que su familia ocupase todas las posiciones importantes del consejo y del ministerio. Su hermana controlaba el tesoro, su sobrino la milicia, y hasta su cuñado, un hombre que no sabía ni leer, supervisaba los puertos comerciales. Todo esto bajo la falsa bandera de que era el pueblo quien lo pedía. Pero ¿quién necesitaba consultar al pueblo cuando él sabía lo que era mejor para ellos?

De pronto, una voz le sacó de sus pensamientos.

—Majestad, debe detenerse —había dicho otro de sus ministros, un hombre joven, con nerviosismo en la voz—. El reino se desmorona. Los estudiantes, los ciudadanos… todos están en las calles.

El rey frunció el ceño en su comedor, recordando la respuesta que había dado a ese joven ingenuo: "Las vallas se pueden reforzar. Los guardias se pueden doblar. Que griten todo lo que quieran, no es más que el rugido del viento. No cederé."

Tomó una copa de vino y bebió lentamente. Fuera, en el horizonte, las antorchas de los manifestantes brillaban como estrellas inquietas. “No entienden que si me voy, este reino caerá en la mediocridad,” pensó el rey, convencido de su grandeza. "Solo yo puedo salvarlos."

Los rumores de la plaza central habían llegado a sus oídos. Jóvenes estudiantes se agrupaban, coreando consignas, pidiendo libertad, equilibrio en el poder, justicia. "¿Justicia?" Escupió la palabra mentalmente. "¿Qué saben ellos de justicia? La justicia es tener a alguien como yo, alguien que sabe cómo llevar este reino a la grandeza."

Mordió de nuevo su enchilada, la salsa chorreando por su barbilla. En ese preciso instante, la duda le golpeó. ¿Debería realmente abdicar? ¿Debería ceder el trono a esa heredera que, en el fondo, nunca había creído digna? Se reclinó en su silla, mirando las opulentas paredes llenas de tapices que narraban las grandes gestas de su dinastía.

Quedaban menos de quince horas para su retiro, pero su mente ahora estaba consumida por una nueva idea. “El pueblo lo pidió,” se dijo a sí mismo, retorciendo la verdad como un escultor moldea la arcilla. “Si me quedo un poco más, les haré un favor. Los protegeré de su propia ignorancia.”

Una risotada amarga escapó de sus labios. De pronto, la idea de irse se le antojó absurda. “¿Retirarme? ¿Ahora? No, no. Sería un crimen dejarlos a merced de su propio juicio.”

Se levantó de la mesa, con la resolución ardiendo en sus ojos. Caminó hacia el ventanal y miró las luces parpadeantes de los manifestantes. “Mañana,” pensó, “mañana cambiaré las leyes. Permaneceré en el trono. El pueblo lo ha pedido, aunque no lo sepan aún.”

Al amanecer, cuando los primeros rayos del sol tocaron el castillo, las trompetas sonaron, no para anunciar su retirada, sino para proclamar su decisión: el rey no dejaría el poder. Bajo el pretexto de un falso clamor popular, extendió su mandato por tiempo indefinido.

Las vallas se duplicaron, los guardias llenaron las calles, y las voces del pueblo, cada vez más ensordecedoras, cayeron en oídos sordos. Para el rey, no había manifestaciones, no había disidencia. Solo un pueblo que, en su delirio, estaba convencido de que él era lo mejor que les había sucedido.

Y así, mientras el reino se convulsionaba a su alrededor, el rey se sentó en su trono, satisfecho con su decisión, sin entender que el eco de su poder ya resonaba vacío en los corredores del palacio.

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