Por Alba Medina
Todo comenzó con una fotografía. Era junio y el Día del Padre estaba próximo. La maestra del colegio había tenido la maravillosa idea de matar las horas poniéndonos a hacer un portarretratos con abatelenguas. Con mucho cuidado, pegué los palos de madera uno encima de otro hasta formar un rectángulo perfecto. La indicación de la profesora era pintarlo todo con el color favorito de nuestro papá. Ante la duda, escogí el azul. De tarea, debíamos llevar una fotografía de nuestro padre. Llegué a casa y saqué mi álbum. Repasé una a una las hojas engomadas, gruesas y plastificadas. En todas las fotos aparecía yo: de bebé, acostada boca abajo y rodeada de peluches, jugando en un subibaja en Chapultepec, de trencitas y vestida de guarecita michoacana en la sala de la casa, disfrazada de pastora en el kínder, montada en un burrito en el rancho, frente a un pastel y rodeada de mis primos a los cinco, seis y siete años, las más recientes. Pero en ninguna aparecía él. Mi mamá resolvió el asunto con la practicidad que siempre la ha caracterizado. Al día siguiente regresé a la primaria con un retrato de mi tío Lupe cargándome en la playa. —Ese no es tu papá —me dijo una compañera.
Diez años después, mientras buscaba en un clóset mi acta de nacimiento para hacer no sé qué trámite, encontré un sobre amarillo con mi nombre escrito con la inconfundible caligrafía de mi mamá. Lo abrí y descubrí unos viejos recortes de El Heraldo de México. Eran cinco páginas, acomodadas en orden cronológico y fechadas entre el 30 de junio y el 4 de julio de 1979, ocho meses antes de mi nacimiento. Lo que contenía ese sobre me marcó de por vida y me llevó a una investigación que años más tarde se convertiría en un libro.