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Por Alejandra González-Duarte, médica Internista y neuróloga, especialista en disfunción del sistema nervioso autónomo. Actualmente trabaja como  Co-directora del Centro de Disautonomía de la Universidad de Nueva York y es profesora asociada de la misma universidad.
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Es reconfortante vivir en una sociedad tan solidaria como la mexicana. Ante el desastre, se unen millares de personas para solventar cualquier necesidad básica: desde leche en polvo hasta latas de atún. No faltarán cadenas humanas para proporcionar ayuda a los que pierden todo, a propósito del huracán Otis que arrasó con Acapulco.  

Lo triste, además del desastre, es que la ayuda generalmente es efímera: dura un par de semanas, quizá algunos meses en el mejor de los casos. Las compras se hacen con el estómago, rápido y sin mucho pensar: lo que haya en existencia y de preferencia, en el super más cercano. Después del río de agua embotellada, en el mejor de los casos, el damnificado queda en su mismo estado de pobreza.

Se oye por donde quiera, “yo ya fui a comprar víveres, es que a no me gusta donar dinero, no sé en qué se va a utilizar”; “yo mejor mando a mi chofer a que les entregue directamente y me aseguro”, “sacaré del closet ropa y zapatos en buen estado” y además, para que sea más fácil, los clasificaré en hombre, mujer, niño y niña; “¡tengo tantos juguetes de mis hijos que nunca usan!” “Mis hijos dejan la ropa ¡casi nuevecita!, seguro que a alguien le servirá”; “es que mis hijos no pueden ver las transferencias de dinero, mejor compro para que así aprendan a ser caritativos”.

Y la sociedad no está en lo incorrecto, al contrario, hace mucho más de lo que puede y está requerido. Espera (cándidamente) ser un puente mientras vienen los programas sociales, la ayuda de los grandes empresarios y esos otros que pueden poner la inversión “gorda” para que se restablezca el status quo. El simple ciudadano solo da lo que ¿puede?, o sabe dar? Además, el ciudadano también perdió en el desastre, o tal vez no, pero tiene otras responsabilidades: no es papá ni mamá de nadie ni está obligado a donar.

Pero ¿qué tal si utilizamos ese gran corazón mexicano que nos une en los desastres y nos juntamos para algo más permanente? ¿Qué tal si en lugar de comprar un millar de latas de leche en polvo, cooperamos más tiempo para que las personas no vivan en una casa con piso de tierra y techo de lámina que se pueda llevar el siguiente huracán? ¿Qué tal si adoptamos una comunidad a la que volteamos a ver también cuando no haya desastres para asegurarnos de que siguen bien, en las buenas y en las malas? ¿Y si solo compramos en los supermercados que donen lo mismo (o el doble o triple) de lo que adquirimos como ayuda humanitaria? ¿Y si gastamos sólo donde ofrezcan algo menos transitorio?

Nada podrá aliviar la ansiedad que sentimos ante la gran diferencia social que existe en nuestro país. Pero, si usamos más el cerebro que el estómago, si nos unimos para que la ayuda no sea pasajera, no condenaremos a nuestros hijos y nietos a seguir comprando latas de atún cada temporada de huracanes.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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