Por Alicia de los Ríos Merino
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Mi nombre es Alicia de los Ríos Merino. Soy una historiadora y docente universitaria chihuahuense que desde hace un par de décadas registra en entrevistas las memorias de militantes comunistas y familiares de personas desaparecidas para historiar sus experiencias y proponer modelos explicativos sobre procesos sociales complejos de la historia reciente de nuestro país. 

Mi interés sobre las insurgencias y la contrainsurgencia resultó de mi propia experiencia. Soy hija de Enrique Guillermo Pérez Mora y Alicia de los Ríos Merino, dos militantes radicales cuyo destino fue la muerte y la desaparición forzada. La violencia política determinó mi trayectoria: preguntar sin tregua por la madre desconocida me convirtió en una buscadora, y la ausencia de investigación estatal me animó a estudiar derecho. Comprender a mis padres y su generación insurgente, así como la contrainsurgencia que los combatió, me empujó hacia la historia. Desde esa interdisciplina busco hallazgos y respuestas sobre mamá, sus compañeras y compañeros desaparecidos, así como sobre las personas que les desaparecieron

Me crié como la sexta hija de mis abuelos maternos. Ellos y el resto de la familia ocultaron que mamá era una persona desaparecida. Ante mi insistencia, justificaban la ausencia con supuestos estudios en el extranjero. Cuando exigía hablar con ella por teléfono, enviarle cartas o sacar un pasaporte para ir a verla, aparecían nuevos pretextos absurdos. Para responder a otras niñas sobre la ausencia de mi mamá, yo  inventaba historias fantasiosas: pasadizos secretos desde donde nos dejábamos cartas cargadas de besos y mimos pendientes. 

Fui una niña que esperó con paciencia y disciplina a su mamá, como se espera a Santa Claus, a los Reyes Magos o al ratón Pérez. El secreto era portarse bien, ofrendar algo a cambio y esperar la recompensa al amanecer. Qué ganas de decirle a esa niña Lichita que no fue culpable de que su madre no llegara, que las travesuras o las groserías no fueron la causa que le impidió conocerla

Cuando las personas adultas en la familia aceptaron que desconocían el lugar en que se encontraba mamá, sentí que caí en un hoyo negro. Por primera vez, experimenté esa desolación que produce la desaparición. No imaginé que esa tarde de develación modelaría mi camino, porque quien experimenta la ausencia regularmente se convierte en buscadora. 

Mi mamá fue detenida en una zona obrera de la Ciudad de México el mediodía del 5 de enero de 1978. Después de ser herida en la clavícula, en plena persecución entró corriendo a una casa, tomó el teléfono y llamó a su familia en Chihuahua. Le contestó su hermana Martha, a quien le gritó: “Soy Alicia, me van a detener, búscame”. Los agentes irrumpieron. Era la Brigada Especial, mandatada para eliminar la militancia de la Liga Comunista 23 de septiembre. Tras someterla, la trasladaron de manera inmediata al Campo Militar número 1. Según testimonios, en esas instalaciones castrenses fue vista en febrero de 1978 por los sinaloenses Cirilo Cota, Ramón Galaviz y Juan Manuel Hernández. Mario Álvaro Cartagena, “El Guaymas”, la vio en abril, y en mayo compartió celdas con Alfredo Medina, Reyes Ignacio y Lorenzo Soto, jóvenes juarenses recién aprehendidos. 

Fue con estos últimos tres compañeros que la trasladaron a la base aérea militar de Pie de la Cuesta, a pocos kilómetros de Acapulco, en la costa de Guerrero. Desde 1974 hasta 1979, partieron de ahí los vuelos nocturnos realizados para arrojar, en medio del mar abierto del Pacífico, cuerpos de insurgentes detenidos y ejecutados. Cuando mamá llegó a ese lugar eran los primeros días de junio de 1978. Alfredo Medina y Reyes Ignacio lograron sobrevivir al ser separados del grupo que se quedó en las instalaciones de Pie de la Cuesta. Cuando en julio del mismo año llegaron a la Penitenciaría de Chihuahua, Alfredo testimonió que estuvo con mamá en dos instalaciones militares. Fue la última vez que alguien la vio. 

Es la palabra de las personas sobrevivientes la que sigue esclareciendo el paradero de mamá y de los perpetradores de su desaparición. Ojalá hoy continuara escribiendo cuentos para salvarme del horror. Ojalá la fe religiosa o la consigna eterna me hubieran convencido de que mamá tocaría la puerta de esa casa en la que la esperamos. Pero no pude quedarme sentada a vivir la incertidumbre. En una especie de relevo familiar, en junio del 2002 de ese año inicié el litigio para encontrar a los perpetradores de su desaparición. Desde entonces, me representa el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez. Ha sido un camino pavimentado en la paciencia, el trabajo colectivo y el amor. No es posible sobrevivir a un litigio estratégico por desaparición forzada sin el amor como motor. Fui una niña que se crió entre colectivos de familiares y creció entre organizaciones de derechos humanos. No es extraño hacer mía su agenda, que me es orgánica. Incongruente sería sumarme al negacionismo y a la defensa de las fuerzas armadas que se niegan al esclarecimiento y la justicia.  

En 2020 dimos un giro estratégico en el caso en la FGR, centrándonos en encontrar a los perpetradores y en los lugares de detención clandestina que formaron parte del circuito de la desaparición forzada en México. Desde entonces, los ministerios públicos, la defensa del Prodh y una servidora nos hemos encontrado con por lo menos con doce testigos, todos ellos ex agentes de la Dirección Federal de Seguridad, del Ejército Mexicano y uno de la División de Investigación y Prevención de la Delincuencia (DIPD). Todos los indicios de la desaparición de mamá nos llevan al Campo Militar número 1 y a Pie de la cuesta. Desde el 2002 solicitamos entrar a las instalaciones militares, inspecciones que tendrán lugar en el mes próximo, después de 22 años. 

Sobrevivientes, familiares y la Comisión de la Verdad ingresamos tres veces al Campo Militar número 1 y otras instalaciones castrenses sin personal ministerial. En esa ocasiones, escuchamos los testimonios de las personas sobrevivientes cuando reconocieron los lugares en que permanecieron detenidos, junto con nuestros padres o madres desaparecidas. En abril de 2023, sobrevivientes de desaparición y familiares de víctimas ingresamos a la Base aérea número 7 en Pie de la Cuesta, Guerrero, el lugar al que fue trasladada mamá los primeros días de junio de 1978. Una semana antes de entrar a la base aérea, viajé a Pie de la Cuesta con Marcela Turati, quien investiga el caso de mamá desde el 2001, cuando juntas nos subíamos de noche a su coche en el entonces Distrito Federal y nos íbamos sin rumbo a buscar a una mujer sin hogar que decían se parecía a Alicia, mi madre. 

Nosotras siempre hemos pensado que las posibilidades de una desaparición son infinitas y en su mayoría, complejas de verificar, pero no imposible. Por eso la urgencia de no parar. En campo y gabinete, desde diligencias con posibles responsables y en entrevistas con sobrevivientes de la base aérea en pie de la cuesta, nos hemos dedicado a reconstruir las formas de eliminación sistemática como los vuelos de la muerte, documentados en la averiguación previa de la Procuraduría Militar en contra de Francisco Quirós Hermosillo, Mario Arturo Acosta Chaparro y Francisco Javier Barquín Alonso, iniciada los últimos años de la década de 1990.  

Es un trabajo que ha involucrado a muchas personas y que han hecho verbo el derecho a la verdad: sobrevivientes, familiares, personas defensoras, investigadoras y funcionarias, periodistas y arquitectos forenses.  Recién el domingo pasado, días después del informe del Mecanismo de Esclarecimiento Histórico y por la publicación de la lista de posibles víctimas de los vuelos de la muerte en 1974, fuimos a conocer el avión Arava 2005 utilizado por el ejército mexicano para ese propósito criminal. El enorme enorme ser metálico hoy verde olivo que voló los cielos de Guerrero y Oaxaca  con nuestras madres y padres adentro, es una parte de ese rompecabezas al que aún le faltan muchas piezas. 

Comprendo que no estamos preparadas para enfrentar indicios que confirman destinos fatales, pese al transcurso de décadas sin que nuestras familias aparezcan. Lo que he aprendido es que la búsqueda y la verdad no puede vivirse de manera aislada ni desarticulada. Quiero decirles, a las familias de ayer y de hoy, a esas hijas e hijos que buscan a sus padres, madres, que si los hilos rojos, esas pistas que seguimos nos conducen a probar destinos adversos, no es nuestra culpa. Es el Estado que por orden, inacción o complicidad permitió que nuestras madres y padres hayan sido desaparecidos, no nosotras. No nos sintamos culpables por encontrar. Porque si llegamos a las fosas o al océano, porque si identificamos a los responsables civiles, militares y criminales, será porque no hemos parado ni desfallecido en el intento.  Callar y ocultar revictimiza, buscar y encontrar repara. Cuando conozca lo que sucedió con mamá, cuyo nombre significa “aquella que se enuncia en la verdad”, y de sus compañeras y compañeros militantes y campesinos como Leticia, Saúl, Francisco, José de Jesús, Rosendo, Rafael y Víctor, y cientos más castigadas por la violencia estructural, política y criminal, habrá valido la pena no sucumbir ante el desprecio, el negacionismo, la impunidad y a la desmemoria oficial.

* Alicia de los Ríos Merino es historiadora y abogada, docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es hija de Alicia de los Ríos Merino, desaparecida el 5 de enero por la Brigada Especial, por lo que junto al Centro Prodh sostiene desde el 2002 litigios de forma internacional y nacional para esclarecer el paradero de su madre y responsabilidades.
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@AliciadelosRos2

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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