Por Begoña Sieiro
Me negaba a tener un kindle. Mucho menos quería conocer cualquiera de sus semejantes, si todavía existen. Me negaba, me negaba, me negaba, rotunda y categóricamente, a caer en la lectura de libros de forma electrónica. Consideraba una traición leerlos en este formato; una traición al papel, a las editoriales, al libro mismo. A mi amor por ese objeto del que me enamoré íntegramente desde los cuatro años; soy, primero y siempre, lectora. El resto de mí, prácticamente todo lo demás, se deriva de eso. Leo, luego existo.
Los usuarios del aparatejo me juraron que no había nada más cómodo para viajar, para la bolsa, para las salas de espera o el autobús. Vi caer, uno a uno, a mis colegas lectores, y aceptar, humildemente y con un mini-dejo de vergüenza, que había sido una excelente compra. Me jacté con orgullo de no ser como ellos; de tener la integridad y fuerza de voluntad suficientes para contenerme de adquirir esa tableta del tamaño de una mano, en la que cabría una biblioteca entera.
Pensé convencidísima –¡ilusa!– que lo lograría.
Pero me traicioné. Y confieso, no sin tantita pena, que estoy disfrutando mu-chí-simo el fruto de mi traición. Tanto como se disfruta en la mañana de Navidad un regalo que esperabas pero no sabías si recibirías. Hasta que ves algo –un color, una tipografía, una foto– que te confirma que sí es. Y tu corazón da un brinquito, casi un vuelco, porque ya sabías que lo querías, pero no te habías dado cuenta qué tanto. Es emoción pero culpa pero nervios pero duda, todo al mismo tiempo.
Tengo un kindle nuevo. Llevo apenas unos días con él y voy por el tercer libro. La decisión de adquirirlo se definió cuando me regalaron alrededor de 20 libros que estaba más que lista para beberme. Sentía que no les hacía justicia, ni a los libros ni a los autores ni a mis ojos, ojeándolos en una computadora ni en un iPad de 2014 (permanentemente secuestrado por mis hijos y por lo tanto embarrado de dulce y mugre por igual). Quise darles un regalo a esos regalos.
Hay una justificación que me permite estar en paz con esta decisión: no dejaré de comprar libros físicos. Ahora podré comprarlos tan sólo porque sí. Los compraré en papel y los olfatearé mientras paso las páginas rápidamente imprimiendo con fuerza el dedo pulgar para hojearlos, husmearlos y saludarlos, todo al mismo tiempo. Atesoraré toda la bibliografía de mis autoras consentidas; libros de poesía (porque leer poesía en un kindle es un insulto) y aquellos preciosos con frases e ilustraciones. Libros fotográficos y los de editoriales independientes que sobreviven heroicamente con cada ejemplar vendido. Los que ves y te llaman. Y, por supuesto, los infantiles.
Siempre he asegurado que los libros son mucho más que una historia. Son un objeto que te habla y que te abre un millón de puertas, por más trillado y lugar común que suene eso. Son la cápsula en la que viaja la brújula de alguien como tú o yo plasmada en cien, mil o un millón de palabras.
He de confesarles algo más: no sólo compro libros compulsivamente. También los empiezo todos al mismo tiempo y voy viendo cuál me amarra primero, cuál me atrapa más. Como si pidiera un rollo de sushi de cada tipo para probarlos todos y decidir con cuál empiezo el festín. No tengo idea cómo se vaya a manifestar esa conducta con este nuevo artefacto, pero supongo que no será muy diferente. Ya tengo como diez fragmentos formados. Siempre hay al menos un libro en mi bolsa; viajo con tres o cuatro. Siempre hay algo que quiero leer. Siempre hay algo que estoy leyendo. Siempre tengo un libro que quisiera releer. Siempre tengo recomendaciones que no he ni hojeado. Me falta tiempo para leer todo lo que quiero. Y más aún para todo lo que deberíamos de leer todos. Para mí la literatura es un pasatiempo que me permite vivir el tiempo. Hay frases de los libros que se meten dentro y se te quedan para siempre. Hay libros enteros que lo hacen también. Mi objetivo ha sido encontrar esos libros y coleccionarlos, de forma literal y tangible, impresos y palpables y visibles para todos. Qué llenen mi casa, mi mente y mis días.
El kindle fue un medio para poseer y succionar todos esos libros que me hicieron favor de sumar a mi biblioteca en un formato nuevo, diferente, pero con la misma capacidad en potencia de convertirse en uno de los elegidos. Fue la mejor forma que encontré de darles su lugar en mi vida.
Los libros no se fueron de mi vida. Se duplicaron.
Ahora tengo dos placeres culposos que me sonríen de forma picaresca cuando los tengo entre las manos: el kindle con la sonrisa-flecha de Amazon y la cajita de papas a la francesa de McDonald’s. ¿Quién diablos soy? Y a la vez: qué delicia la de permitirnos romper nuestras propias y anticuadas reglas.
Bienvenido, kindle, le digo en silencio a mi aparatejo.
Licenciada en comunicación con máster en edición de libros y revistas. Adepta a la literatura con trayectoria editorial en diversos medios impresos, como Hoja Santa y Altaïr Magazine. Volcada de cabeza por sus dos chamacos, es pro-diversidad, reflexiva y terca con los regímenes. Buscadora de cambios y fiel a su pensar y sentir.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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