Por Claudia Acevedo
El vínculo con nuestra madre es el más fuerte en nuestras vidas. Por nueve meses nos
alimentamos de sus nutrientes, de su oxígeno, sentimos su andar, su descanso, su apuro, nos desarrollamos al ritmo de los latidos de su corazón, de la vibración de su voz. Sentimos sus emociones, su estrés, su tristeza, su alegría, su preocupación, su enojo. Sentimos su andar y su descanso.
El día que nacimos, nos llevó a su casa, y vivió noches de desvelo atendiéndonos. Se le
llaman “encuentros a media noche” a los momentos en que el bebé y la madre se
encuentran en la oscuridad de la noche mientras el mundo duerme y la madre intenta vencer el sueño para acunar al bebé, mecerlo, alimentarlo, cambiarlo, acariciarlo, hablarle etc. Los hijos no recuerdan esos encuentros, las madres no los olvidamos nunca.
Desde la manera en que nuestra madre nos cargaba y atendió nuestro llamado cuando
éramos bebés, se fue formando nuestra sensación de valía. Si nos cargaba amorosamente, si nos hablaba, si nos apretaba o si de lo contrario nos dejaban llorando y nos atendían satisfaciendo las necesidades básicas sin conectar mucho emocionalmente con nosotros.
Luego fuimos creciendo hasta convertirnos en niños y a través de ella se hicieron presentes nuestras ancestras. Pues la forma de ser de nuestra madre fue resultado de cómo la crió nuestra abuela, y nuestra abuela fue criada por nuestra bisabuela y así sucesivamente.
Mamá se encargó de formar la estructura emocional que nos sostiene, aunque ya en la adultez es nuestra responsabilidad fortalecerla. Pero al estar fusionados con nuestra madre, nuestras emociones eran resultado de sus emociones. En la fusión madre-hijo, la madre siente lo que el niño siente y el hijo siente lo que la madre siente. Cosa que no sucede con el padre.
En la infancia, el niño escucha las palabras de mamá todo el tiempo, incluso si no le está
hablando a él. Todo lo que mamá verbaliza sobre el mundo, sobre el niño o sobre la vida, el niño lo escucha y así se va formando una percepción de las cosas según lo que Laura
Gutman llama “El discurso materno”. Mamá no nombra la realidad cómo es, mamá nombra la realidad como ella la mira, con sus prejuicios, su aprendizaje, sus recursos, sus emociones.
Por todo esto, la figura de la madre tiene un impacto muy grande en la vida de los hijos,
pues según la madre que hemos tenido nos sentimos valiosos (o no), se formó nuestra
estructura emocional y además nuestra percepción del mundo.
El vínculo con la madre no se puede cortar. Es imposible, nos acompañará por siempre. No existen las madres perfectas, pues siendo seres humanos se equivocaron en el camino, por lo que es nuestra tarea como adultos detectar nuestras heridas y sanarlas con todo lo que ello implique.
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