Por Cristina Massa
Querido Gen Xer que está viendo con horror e incredulidad en Twitter una arroba seguida de su nombre y el tan temido hashtag MeToo:
Probablemente eres un hombre blanco (o cercano a), de la clase media-alta o alta mexicana, educado, con una posición de liderazgo en una importante compañía; deportista, miembro activo de tu comunidad, informado, casado en primeras o segundas nupcias, con los hijos de uno o ambos matrimonios inscritos en los mejores colegios de México.
Has trabajado duro toda tu vida: eres producto del esfuerzo y nadie te ha regalado nada. Fuiste a una buena universidad por tus buenas calificaciones, y obtuviste un posgrado en el extranjero con combinación de becas y créditos. Has tenido éxito económico, ganado a pulso, porque eres competitivo y te has vuelto el mejor en lo que haces. La meritocracia funciona, sin duda. Tu empuje (y el de tus cuates) ha resultado en que hoy ocupen altos puestos directivos y asientos en los consejos de administración. Quién sabe qué le pasó a todas esas mujeres –la mitad de tu generación en la universidad—que se veían tan abusadas, pero no te las topas en un solo consejo de administración o reunión de líderes de industria.
Bebes con moderación excepto en unos cuantos eventos de oficina, y cuando ves a tus amigos de mayor confianza. Has hecho psicoanálisis y terapia cognitivo-conductual porque crees en la mejora constante del ser humano. Has tratado de meditar aunque la neta no ves cuál es el gran beneficio del mindfulness.
Viajas varias veces al año a Estados Unidos y has ido muchas veces a Europa. Tú y tu familia esquían, van a museos, a la ópera y al teatro cuando viajan. Estás convencido de que una educación integral es la mejor herencia que le puedes dejar a tus hijos. Quieres que sean ciudadanos del mundo, pero con valores.
Votas en todas las elecciones, sean federales o locales, y eso te define como ciudadano y como demócrata. Crees, en principio, en el Estado de Derecho, aunque reconoces que en este país es imposible sobrevivir sin cierta flexibilidad. Ves con horror el ataque a las instituciones por parte de este gobierno porque en general eres creyente de los procesos y los procedimientos previamente conocidos y, en un mundo ideal, eficientes. Estás a punto de inscribir en el Seguro Social a tus trabajadores del hogar, pagas aguinaldos y casi no evades impuestos, aunque a veces aprovechas el “¿sin factura, güero?” que te ofrecen ciertos prestadores de servicios para ahorrarte el IVA.
Te empieza a inquietar el cambio climático y estás considerando que tu próximo coche será híbrido o eléctrico. Te preocupa la polarización sobre temas raciales en Estados Unidos –menos mal que en México no hay racismo—y estás a favor del feminismo, porque tienes hijas y hermanas, pero sin caer en excesos. Cada quien tiene su rol en la naturaleza y en la sociedad.
Tienes una posición patrimonial desahogada, pero siempre susceptible de mejora, así que estás atento a todas la oportunidades y tendencias. No te puedes dar el lujo de quedarte obsoleto porque hayas tenido años de buenos sueldos, inversiones diversificadas, y riesgos moderados.
Sabes que información, es poder, y por eso lees regularmente un par de periódicos nacionales, al menos uno americano –seguramente el New York Times o el Financial Times--, y estás suscrito las principales revistas de análisis, digamos The Economist y el New Yorker. Están en tu buró los libros esenciales de non-fiction de cada año e incluso algunas novelas. No te pierdes artículo o podcast disponible sobre inteligencia artificial o cryptoassets, entiendes los principios de ESG y piensas que debe haber más diversidad e inclusión en las empresas, para reflejar la que existe en los consumidores. Una empresa que vende productos y servicios de, por y para hombres está dejando dinero en la mesa.
Nadie te va a devolver los muchos años de desveladas trabajando en el despacho, consultoría, casa de bolsa o banco de inversión en el que empezaste tu carrera. A ti nadie te cuenta lo que es estar hasta abajo de la cadena alimenticia corporativa, ir creciendo en la compañía, regresarte de las tan esperadas vacaciones por un bomberazo, o pasártela en el hotel en llamadas o revisando documentos.
Te casaste con una mujer con grado universitario, que trabaja hasta la fecha –sin descuidar a los niños—o al menos trabajó los primeros años de casados. (Ya no se estila para nada eso de que la secretaria se case con el licenciado: se acabó la movilidad social a través de andar mezclando clases. Uno se casa con gente como uno). Tuviste “mujeres escuela” que no te tomaste en serio, y también varias novias, tu esposa siendo la última de ellas. A las novias serias, siempre las trataste como un caballero: pasaste por ellas, pagaste las cuentas de cenas y antros, las llevaste a su casa sobrio o borracho, sin que nunca nadie siquiera discutiera si esto hacía sentido alguno. Finalmente diste anillo, tuviste gran boda en un destino espectacular y luna de miel en un lugar exótico.
Tu matrimonio está definido por valores entendidos y compartidos. Tu esposa se encarga, trabaje o no trabaje fuera de casa, de la mayor parte de la crianza de los hijos y las cuestiones de la casa, pero eso sí, con ayuda del personal doméstico, que es la mejor inversión en felicidad. Le tienes a tu esposa máximo agradecimiento y aprecio porque es una super mamá y haces lo mejor que puedes para ayudarle. De vez en cuando te llevas a los niños un buen rato para que ella descanse, e incluso cocinas los domingos en tu Green Egg con ayuda de unos tutoriales buenísimos de YouTube. Tu familia ha aprendido a vivir con la rutina de tus ausencias entre semana. Tiempo de calidad es lo que das. A veces sientes que les estorbas si estás en casa más tiempo que el de costumbre.
Cada grupo de cuates al que has pertenecido tiene su propio chat, pero curiosamente todos tienen una dinámica muy similar. Te mueres de risa de los mismos chistes y anécdotas que llevan contando la vida entera. Siempre tienes cuidado con esos chats cuando andan los niños por ahí porque todos sabemos cómo son los grupos de hombres. No hay vulgaridad, majadería, comentario escatológico, meme sexualmente explícito, chiste de negros, judíos, putos, viejas, indios, prietos, nacos, retrasados mentales (sic), que no sea bienvenido y festejado a cibercarcajadas, con sus respectivos GIFs soeces. Comentarios de los traseros y tetas de todas las mujeres del mundo, conocidas o no, salvas sean las madres, esposas e hijas de los presentes, mantienen vivo el chat donde también te enteras de todo lo que hay que saber de deportes y política. Cuando reenvías algo que te parece particularmente gracioso al chat mixto de la oficina o de la familia, te disculpas con las damas de antemano por la vulgaridad, pero vale la pena.
A veces aprovechas que en estos chats de cuates se está en confianza, para elevar los ojos al cielo –vía emoji y lenguaje colorido—ante las ridiculeces y absurdos de estos tiempos: el lenguaje incluyente, las personas no binarias, la sexualidad fluida, las feministas que destruyen monumentos y, peor aún, que no se depilan el bigote y las axilas, ya no digamos la línea del bikini. Es obvio y evidente que en la naturaleza solo existen machos y hembras, así queda establecido en las actas de nacimiento, y se usan artículos y pronombres masculino y femenino respectivamente para referirse a ellos y ellas. Ahora resulta que se puede elegir en cualquier momento de la vida que la naturaleza no tuvo razón, que hay que llamarle a las personas como ellas lo soliciten, poner baños unisex, e incluso modificar sustantivos de formas que no están consignados en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (el cual jamás consultas para ningún otro propósito). ¿Compañere? Por Dios.
Has estado rodeado toda tu vida de mensajes que han formado, tal vez sin que te enteraras, tus ideas sobre feminidad y masculinidad. Los chicos no lloran, sé un campeón. Un líder es ambicioso, toma riesgos, es valiente. Tienes que ser fuerte para defenderte y defender a los que son más débiles que tú. Puedes mostrar tus emociones, siempre que no estén feminizadas, así que en tu rango de expresión está la risa y el encabronamiento. Las mujeres en general son seres más emocionales, más vulnerables, y por eso se deben dar a respetar, cuidarse el doble. Todos sabemos que el hombre llega hasta donde la mujer se lo permite.
Te encanta trabajar con mujeres: son más ordenadas y menos agresivas para negociar su contraprestación; rara vez piden aumentos y más bien están agradecidas de la flexibilidad que les das cuando son mamás. Les asignas, a veces sin siquiera darte cuenta, el trabajo menos visible. Preparan con tiempo las presentaciones que tú das y te dejan brillar, en vez de estar tratando de llamar la atención y darse a sí mismas el crédito. Pueden ser conflictivas, eso sí, especialmente si están en “sus días” o peor aún, si ya están menopáusicas, así que tratas de que no trabajen muchas juntas en un mismo proyecto. No soportas que lloren en el trabajo; te parece poco profesional. De pronto hay por ahí una que otra muy ambiciosa y agresiva, una bitch, vaya, pero normalmente alguien más del equipo la pone en su lugar.
Eres muy cuidadoso en tus relaciones con tus subordinadas, para que no haya malos entendidos, pero tampoco piensas que se deba prohibir de plano la cofraternización, como en las empresas gringas. Somos seres humanos, adultos, y la atracción siempre surge cuando la gente pasa tantas horas al día junta. Después de tanto estrés en el trabajo, a veces hay que salir y relajarse con la gente de la oficina, generar vínculos más allá de los laborales, y sabes que a veces pasa lo que pasa al calor de los mezcales, pero ya están grandecitos y estos incidentes no ocurren en horas de oficina ni en el lugar de trabajo. No son tu problema.
Creciste oyendo que los impulsos sexuales de los hombres son los que son: constantes, desenfrenados, irreprimibles. Los hombres siempre quieren coger, y siempre que se dé la oportunidad, la tomarán. Claro, hay límites, un control mínimo de calidad que excluye a las muy feas, muy gordas, o discapacitadas en cualquier grado, salvo si se trata de una apuesta.
El mundo en el que has vivido, de gente heterosexual y cisgénero, sobra decir, está claramente dividido entre hombres –sin subclasificación—y mujeres subclasificadas en decentes y zorras. Las primeras no sólo no tienen impulsos sexuales desenfrenados, como los de los hombres en general, sino que son las encargadas de administrar las pasiones descosidas de éstos y asegurarse de la contracepción, porque finalmente ellas son las que se embarazan, ¿qué no? Si una mujer dice que está tomando pastillas o que no es un día fértil o que tiene DIU, habrá que creerle porque los incentivos están correctamente alineados, ya que sabe perfectamente que así, no te va a atrapar. No es necesario pedirle pruebas de enfermedades sexuales porque obvio no es ni ha sido promiscua.
Las mujeres decentes de tu generación, y las de la siguiente (y según tú, así al infinito) están socializadas para decir de entrada que no al sexo aunque quieran decir sí –no las vayan a confundir con las zorras. Pero piensas … I know you want it, como diría Robin Thicke. Sabes que es cosa de conquistarlas y convencerlas, sin hacer nunca explícita esta máxima. Hay que asegurarles que esas fotos sexys, esos videos caseros, esa ropa interior provocativa, esas sesiones de sexting, están en las mejores manos. Haces todo para enseñar a tus hijas a darse a respetar porque sabes perfecto lo que hay del otro lado.
No puedes entender cómo es que a cada rato hay escándalos de las otras mujeres, las zorras, las que van vestidas con ropa entallada y llamativa, las que se acuestan con uno y otro solo por convivir. Traen condones en la bolsa, bailan como teiboleras y agarran solitas su uber en la madrugada para regresar por donde vinieron. Encima toman como vikingos, y luego se preguntan cómo para ellas la consecuencia de una borrachera no es una cruda (como lo es para ti), sino un acercamiento sexual no deseado. ¿Qué creían que iba a pasar, con ese comportamiento, con esa ropa, con ese lenguaje? Se están buscando que se propasen con ellas, si se toman lo que les den y les paguen, y luego se quejan de amanecer con un fulano encima, adentro, a veces incluso golpeadas, sus cuerpos ultrajados, y los actos en semi-consciencia o inconsciencia memorializados en las redes sociales y pasados de celular en celular.
Una opinión similar te merecen las mujeres víctimas de la violencia doméstica. Te es un misterio cómo pueden involucrarse con el tipo de malandro que golpearía a una mujer, pero más aún, por qué no lo dejan a la primera agresión, como obviamente lo harías tú de estar en sus zapatos. Estás seguro de que así lo harían tus hijas porque les has enseñado a acudir inmediatamente a ti si un fulano les levanta una mano.
En el mundo que reconoces, el acoso y el hostigamiento sexual son unidireccionales y selectivos: solo van de hombres (sin calificativo) a mujeres decentes, a las que no dieron pie para ello. Dijeron que no, de manera pacífica, clara, reiterada y contundente, y de todos modos recibieron acercamientos sexuales que las ofendieron, intimidaron o incomodaron. Tienen todo el derecho a denunciar –para eso hay protocolos, procesos y procedimientos justos y expeditos, como te gusta y como debe de ser—y a que se haga justicia. Si alguien le hiciera algo así a una hija tuya o a tu hermana, no pararías hasta refundirlo. El lugar de los abusadores sexuales, de los violadores, ya no digamos de los pedófilos, es la cárcel y/o el infierno, que en México son una y la misma cosa.
Consideras que las víctimas que no denuncian se vuelven cómplices del sistema. Prefieres no detenerte a pensar en las decenas de veces que no has acudido a las instancias corporativas y jurisdiccionales de procuración de justicia cuando eres sujeto de cualquier transgresión, desde un mal servicio o producto defectuoso hasta un robo a mano armada, porque este es un país de impunidad y de re-victimización. ¿Y usted por qué salió con un reloj tan caro si ya sabe cómo están las cosas, güero?
Hay que decir, sin embargo, que a diferencia del robo, el tema del acoso es sumamente subjetivo: uno no es adivino para saber qué le ofende e incomoda a cada mujer y no es como si hubiera un manual de lo prohibido y lo permitido. Todo está en el contexto, en la intención. Pero en estos tiempos hasta los piropos en buena onda y los actos de caballerosidad pueden meter a cualquiera en un lío. Es más, se están cometiendo todo tipo de excesos en aras de crear una cultura de la denuncia en manos de estas feminazis que quieren quemar en leña verde a los hombres por cualquier cosa. Esas feminazis lo que necesitan es buena cogida, aunque para eso sí no te apuntas tú porque no son tu estilo.
Pero el punto es, tú serías incapaz de forzar a una mujer. Eres un hombre que disfruta un buen ligue, como cualquiera, pero no un ser capaz de la violencia sexual de ningún tipo. Sabes perfectamente en qué consiste el consentimiento. La respuesta a un mensaje tuyo que insinúa intenciones ulteriores es prueba fehaciente de que la receptora está en el mismo canal, así solo diga “jajaja”.
De hecho, como hombre que eres, lo que te mueve es la seducción, la conquista, no necesariamente el sexo en sí mismo, y mucho menos el sexo que no sea esporádico, que podría meterte en un problema matrimonial, costarte una parte significativa de tu patrimonio y romper el hogar de tus hijos. Si se tratara nada más de acostarte con alguien, ahí está tu esposa, que por cierto sigue guapísima gracias al ejercicio, dietas, cremas carísimas y una ocasional manita de gato.
En suma: no tienes necesidad ni interés alguno en forzar a nadie a nada. Solo tienes ganas de divertirte un poco, compartir un rato agradable que puede, o no, terminar en la cama. Detestas la violencia en todas sus formas, y la violencia sexual más que ninguna otra. No tiene nada de erótico someter a una mujer.
Entonces… ¿cómo es posible que hayas encontrado esta mañana con horror tu Twitter en llamas?
Una mujer hizo una denuncia, anónima e informal probablemente, que llegó a las redes sociales o al buzón de quejas de tu empresa, y de ahí empezaron a salir otras oportunistas que están poniendo en peligro tu carrera, la estabilidad de tu matrimonio, tu prestigio.
Es cierto que reconoces algunos de los hechos que describen en sus mensajes, que recuerdas clara o vagamente intercambios que tuviste con ellas, pero evidentemente todo fue consensual siempre. Si te hubieran dicho que no, si te hubieran puesto un hasta aquí, de ninguna manera hubieras seguido adelante. No es como si te hubieran bloqueado de WhatsApp y te hubieras aparecido por su casa a amenazarlas, o si las hubieras drogado o encerrado en el baño a obligarlas a tener relaciones sexuales contigo.
Tienes perfectamente claro—de hecho cuentas con evidencia porque jamás borras tu historial de WhatsApp—que respondieron a tus acercamientos con risas, emojis, a veces correspondiendo claramente (¿o no?) y dando pie a más. En las reuniones en las que coincidieron se sentaron libremente a tomar unos mezcales contigo y no te dieron una cachetada cuando les dijiste con toda picardía lo que les harías si pudieras. Se sonrojaron y rieron. Algunas incluso se fueron contigo a un lugar privado. Entraron y salieron por su propio pie, no arrastradas de la trenza ni sometidas por la fuerza como si fueras un Neanderthal.
A pesar de lo anterior, ahí está en las redes sociales: @tunombre, seguido del infame hashtag. Me Too. Se abre hilo, y otras subiéndose al tren, cuando algunas de estas cosas ocurrieron hace años y jamás dijeron nada. Qué casualidad. No puedes creer las injurias, insultos, amenazas de destruirte, festejos por tu posible caída.
Estás enojado, asustado, viendo el precio de tu acción personal caer como si fuera lunes negro en la Bolsa. Lo niegas vigorosamente por todos los medios a tu alcance. Utilizas la ausencia de antecedentes y tu solidez como ciudadano como prueba fehaciente del no hacer. No se puede probar un negativo. ¿Cómo puedes entonces probar que tú no hiciste nada malo, al menos no con esa intención, que nunca pretendiste hacerle daño a nadie? ¿Cómo disculparte si te malinterpretaron u ofendiste la sensibilidad de una mujer adulta y libre? Quieres gritar que no es lo que parece, que no te mereces el escarnio, las llamadas de tirios y troyanos exigiendo tu separación de la empresa, una investigación a fondo, o simplemente condenándote por el mero dicho de una mujer.
Te empiezas a preguntar si necesitas un abogado, una firma que maneje riesgos reputacionales, un terapeuta matrimonial, unos talking points para hablar con tus hijos según sus respectivas edades, para enfrentar los infundios de los que estás siendo objeto por mujeres despechadas, feministas trasnochadas que no entienden con qué ligereza pueden destruir décadas de trabajo y construcción de una imagen intachable, cuando participaron voluntaria y libremente (y disfrutaron, ¿no?) de los escarceos del pasado.
Tras las vigorosas negativas que has hecho en público y en privado, la ola no para. Ahora resulta que cada intercambio con cada mujer, incluso los más remotos en el tiempo e inocentes en su espíritu, están sujetos a escrutinio y ventilación pública. Conductas de ayer, analizadas con estándares de hoy. Ahora entiendes a las pobres chavas cuyos nude packs andan dando vueltas por los chats de cuates. Se siente como estar desnudo en medio de una hecatombe.
¿Qué hacer, entonces?
Es momento de que revisemos tus paradigmas, tu rayado mental. De que hablemos de que tus privilegios, tu creencia ciega en la meritocracia, los lentes entintados que te puso el éxito, tu socialización sobre la seducción de las mujeres, y el escaso tiempo que le has dedicado a entender las dinámicas entre el poder y el sexo, a leer de feminismo y de género en general, te llevaron a concluir, erróneamente, que tu presencia y pretensiones son siempre bienvenidas. Que pongamos en duda si tu presunción de que para una mujer es una fortuna tu deseo de conquistarla, y es su potestad negarse libremente, se sostiene.
Se te olvida que un hombre en tu posición, al recibir una negativa clara e inequívoca, puede consciente o inconscientemente tomar represalias que afecten a la pretendida en forma más o menos sutil. Aunque tú pienses que serías incapaz de un quid pro quo, es decir, de condicionar una mejor calificación, asignación de contrato, acceso a cartas de recomendación para posgrados, empleos o promociones, financiamiento de proyectos, etc., a un favor sexual, no te das cuenta de que decirte lisa y llanamente que no, puede de hecho resultar en que naturalmente pierdas interés y entusiasmo por esa persona y por atender su solicitud de apoyo o candidatura.
Has dejado de ver que estás ya colocado sobre un peldaño que impide que los intercambios con mujeres sean de tú a tú en un piso parejo, que estén completamente desvinculados de tu dinero y tu poder, incluso de tu fuerza física. Que como mentor, maestro, inversionista o superior jerárquico puedes ser el vehículo para que las mujeres talentosas (y hasta las que no) accedan a sus posiciones deseadas, se las merezcan genuinamente o no; pero que puedes ser también un obstáculo si te sientes rechazado, ofendido o simplemente no apreciado o valorado.
Que mostrarás más entusiasmo por los proyectos de las mujeres que te resultan gratas y accesibles, que los de las que te parecen desagradables, apretadas, amargadas e incapaces de pasar un buen rato. Es tan fácil como voltearte a la siguiente candidata.
¿Te has preguntado qué harías si cualquiera de estas mismas mujeres, con exactamente el mismo talento o proyecto, te ofrecieran sutil o explícitamente favores sexuales a cambio de tu apoyo? No sólo te provocarían un turn off inmediato porque acabarían con ese juego fascinante que es la seducción, sino que muy probablemente te orillarían a negarles el apoyo. Con su conducta, pondrían en riesgo la justificación transparente, en buena conciencia y en apego a la ética y la moralidad, de que las apoyaste por su talento. Tal vez con eso puedas ver que el juego no se puede jugar bilateralmente y por eso, el piso nunca estuvo parejo ni la dinámica fue justa y equitativa.
Es momento de concientizarte de que el uso de los mecanismos formales de denuncia y atención a este tipo de casos están profundamente marcados por la cultura de impunidad y protección patriarcal en este país. La falta de su uso no es indicativa de tu buen comportamiento o el de tus pares, sino de la desconfianza de las receptoras de atención sexual indeseada de que se realizarán investigaciones serias, exhaustivas, sin revictimizarlas, libres de sesgos inconscientes y de represalias.
Cuando empieces a procesar toda o parte de esta información, tal vez te veas conminado a pedir disculpas. A hacer público que cometiste un error y te duele y apena si ofendiste o lastimaste a alguien, porque no fue tu intención. A pedirle a la sociedad que no haga juicios sumarios y que se respete el estado de derecho y la presunción de inocencia. A hacer patente tu respeto a las mujeres y tu compromiso para que se desarrollen en un entorno seguro porque tienes hermanas, esposa y, sobre todo, hijas. A pedirle a las ofendidas que te eduquen, que te expliquen en qué fallaste para que puedas corregir el rumbo.
Para tu sorpresa, tus disculpas caen en oídos sordos, o peor aún, desatan peores acusaciones. Este no entiende nada. Piensa que el acoso tiene que ser con mala intención, no que hay actos que lastiman, intimidan y ofenden en sí mismos, y más aún si vienen de alguien que considera que su atención es tan valiosa que tiene que ser bienvenida. Pone en terceros la carga de educarlo. Justifica los agravios en su ignorancia o en su supuesta buena fe, y no ofrece reparación alguna.
Valdría la pena que no veas esto como un error, como una transgresión donde tú sabías qué era lo correcto pero no lo hiciste, como si hubieras copiado en un examen. Y menos que te convenzas de que aquí la víctima eres tú, te pongas exclusivamente a la defensiva y no aprendas nada de esto.
Más bien puede tratarse de conductas que llevaste a cabo bajo los paradigmas y valores entendidos de tu época, donde tener una posición de poder como hombre, llevaba implícito el derecho a ejercerlo sin explicitarlo ni cuestionarlo.
De pronto cambiaron las reglas del juego, y nadie te mandó un memo con esas nuevas reglas y las sanciones por transgredirlas. Has visto algunos casos en las noticias pero tú no tienes nada que ver con Harvey Weinstein y compañía.
Encima, el mecanismo actual para lidiar con un supuesto foul es implacable. Es público, violento en su lenguaje, sin garantía de audiencia, sin acompañamiento a las partes, sin sanción proporcional, sin procedimiento de readaptación y reinserción social, y aparentemente sin redención posible.
Te toca salir a construir un discurso distinto. A reconocer que tu posición te impidió ver tus privilegios, y la ausencia de ellos en otros. Por eso hay una desigualdad estructural que te fue cómodo ignorar por su normalidad. A darte cuenta de que al ejercer tu poder sin tener visibilidad sobre sus efectos, leíste en la ausencia de un no, un sí. Confundiste tu espontaneidad con su beneplácito, porque no te has educado plenamente en qué consiste el verdadero consentimiento.
Te toca reconocer abiertamente tus actos y los daños que causaron, sin calificarlos con la sensibilidad de las víctimas (“perdón si sin querer te hice sentir incómoda”). Tienes derecho a defenderte, a no asumir responsabilidades por transgresiones mayores a las que cometiste, a no ser encasillado en un grupo que contiene individuos que han cometido faltas de la misma índole, en grado superlativo. Pero no lo hagas sin antes escuchar y reflexionar.
Te toca llevar a cabo un ejercicio de empatía para ponerte en los zapatos del otro (o de la otra, en este caso), pero primero sentándote a escuchar con atención y tan directamente de la fuente como se pueda, cómo es vivir en esos zapatos. No es nada más cantar Si yo fuera mujer, desde la perspectiva de un hombre con poder. Es preguntar a muchas “ellas” cómo es vivir cada día en el lado perdedor de la disparidad salarial, la representación no proporcional, jornadas dobles y triples por las cargas de cuidados, dobles estándares morales y sexuales, expectativas de sumisión y conformidad, obligación de agradar, y tantos etcéteras.
Toca revisar tu vocabulario, tus acciones, las diferencias que haces entre tus hijos e hijas, entre empleados y empleadas, entre alumnos y alumnas. Claro que son distintos en algunos aspectos, pero ¿se justifica en cada caso concreto el trato diferenciado?
Toca identificar tus sesgos inconscientes y trabajar en corregirlos. No le pidas a las víctimas ni a otras mujeres que te eduquen: hazlo tú. Hay excelentes cursos de nuevas masculinidades y decenas de libros y artículos sobre igualdad de género. Abunda la literatura sobre todos los demás ejes de disparidad que surgen a partir de la invisibilización de privilegios de un grupo dominante: raza, condición socioeconómica, discapacidades físicas, neurotipicidad, religión, peso, edad. No se trata de generarte culpa por tu posición de privilegio, sino que a través de escuchar –y eventualmente incluso participar en—podcasts, entrevistas, conferencias y debates sobre estos temas, puedas hacer algo mejor con esta posición que en parte construiste, pero en parte te fue dada por la suerte, las circunstancias, el patriarcado.
Es momento de compartir las cargas que hoy llevan las mujeres de tu vida, hablar con tus hijas, hermanas, sobrinas, de que no son las guardianas de la moral, reconciliarlas con su sexualidad para que la vivan de forma libre y responsable; construir junto con tus hijos una definición distinta de masculinidad, que les permita quitarse la carga de ser siempre fuertes, protectores, competitivos y conquistadores. Es hora de abandonar tus estereotipos de género y, de paso, construir nuevos arquetipos de hombres y mujeres, y de humanidad.
Para eso, aprovecha para confrontar tus relaciones con otros hombres, así sean de tu familia, tus colegas, tus varios grupos de cuates. Analiza la complicidad que construyen con esos chistes, con la exigencia de que vivan su rol de machos permanentemente, con el uso de cualquier signo de emoción como ausencia de testosterona, con el uso de expresiones de sumisión sexual para denotar triunfo. Así se cimenta la violencia. Deja de festejarla.
No esperes que solo por pedir perdón, éste te sea concedido y aquí no ha pasado nada. En muchas otras áreas de la vida has aprendido que las acciones tienen consecuencias, costos que no desaparecen por decreto. Ten paciencia y constancia. No te victimices, no te escudes en la supuesta cacería de brujas. Es cierto que muchos actos similares a los tuyos han pasado sin ser notados, pero eso no te exime de tu responsabilidad. No asumas que se da vuelta a la página y el episodio queda atrás. Tendrás que ser crítico y autocrítico a perpetuidad.
Toca ser transparente sobre lo duro y desconocido de este proceso, y sumarse al tren de la igualdad hoy que estás en el banquillo de los acusados y no en la silla del poder. Volverás a sentarte en ella porque todos tenemos derecho a la redención, pero los hombres con poder económico tienen mayor acceso a ella, legal y socialmente. Solo no lo hagas sin cambiar algo a tu paso de regreso a la cima.
Se despide de ti y de muchos tús que me han puesto del lado que alza la voz y escribe #MeToo,
Cristina Massa Sánchez
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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