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Por Cristina Massa, socia fundadora de Lima Diversity & Inclusion y especialista en temas de diversidad e inclusión.
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Soy la que quería controlar hasta el último detalle de embarazo y parto (natural, con música de Arvo Pärt y velas aromáticas) programado para el 25 de febrero, pero todo salió como salió. A pesar de las órdenes en contrario, la luz más brillante con nombre de canción de Serrat, nació un 14 de febrero y por cesárea.

Me inundó un amor desconocido e insospechado por la criatura, a la cual veía tras el parto como la cosa más hermosa del mundo. Hay evidencia gráfica que me desmiente.

Fui de las que no pudo inculcar hábitos regulares de sueño y alimentación, con lo cual de acuerdo con ciertos libros y blogs de maternidad, arruiné los pilares de su salud de forma permanente e irreversible.

Amamanté cada que a la criatura le diera la gana (sin marco conceptual ni teoría de la libre demanda al respecto: para mí era mera impotencia e incapacidad de implementar lo que leía). Campechaneé con fórmula. No hice colecho. No me la amarré con un rebozo millonario.

Me levanté con desesperación a arrullarla todas las madrugadas que lloró, por solamente dos añitos, la reina, no obstante los mandatos de Duérmete Niño - cuyo autor claramente no parió un Banshee que berreaba sin parar hasta que la cargaran a pesar de que a las 6:30 am los despojos de mi ser tenían que estar repasando el precio de la tortilla y otros productos básicos con el Secretario. En fin, que hice todo para criar a la que probablemente será como consecuencia nuestra próxima asesina serial.

Soy la que no pudo con trabajo, bebé y matrimonio. Something had to give, y la pareja fue el eslabón más débil de la cadena. Y por eso, cometí el pecado cardinal de la madre mexicana: negarle el mejor regalo que se le puede dar a un hijo, que como todos sabemos no es la vida y la crianza, sino un hermano.

Soy también la que se azotó por años y años de no poderle proporcionar a la criatura el hogar estable y armonioso que sin ningún fundamento se imaginaba que podría haberle brindado.

Soy la que no hay acto gracioso de la escuincla que no haya publicado en redes sociales, sin consideración alguna por su futura noción del oso (cringe, ma!) ni los muy reales riesgos de proporcionarle información a depredadores de todos tipos que merodean las páginas de Facebook de las mamás cuervo de este mundo.

Soy la que daría una córnea por ella, pero temblaba de estrés cuando se acercaba la hora de que me la devolvieran los fines de semana que le tocaba con su papá mientras era todavía más Oompa Loompa que ser humano. Sí, a pesar del micro control que intenté ejercer cada que se iba, mandando nana, hoja de cálculo detallando el minuto a minuto de sus actividades en el mismo formato en el que se elaboraba la agenda del Secretario, recordatorios de medicamentos y monitoreo constante, me sentía liberada cuando se iba. Dormir, un masaje, una llamada con una amiga que no estuviera interrumpida por “no te metas eso a la boca”, “cuidado mi hijita”, “niña, nooo!, amiga, pérame tantito, que esta niña se va a partir la cabeza como sandía.”

Soy la que le ha tenido que explicar, en contra de los consejos de renombrados psicólogos y vasta literatura, por qué mamá solloza cada dos o tres años porque tiene otra vez el corazón roto por un nuevo intento fallido de darle esa vida aspiracional de arca de Noé: macho-hembra-críos. (Spoiler alert: ya dejé de intentarlo).

Soy la que nunca supo jugar en el suelo con ella, dejarla ensuciarse en paz, hacer una orquesta con latas y fuertes con cobijas. La que no armó cada fin de semana y vacación un programa digno de campamento gringo. Eso, hijita, con papá.

Soy la que logró que cuando le preguntaron en pre-maternal cómo le decían en su casa, contestó “niña, ponte en paz”, en vez de un apócope. Que cuando le tocó el rol de ser la mamá en el juego de la casita, a la pregunta de “¿Qué vas a hacer, la comida?”, contestó “No, preocuparme.”

Soy la que no se sienta a estudiar con ella, va a pocos desayunos de mamás, jamás ha pertenecido a la asociación de padres de familia ni sido vocal en sus 11 años de grupos escolares, pero la que pelea como ucraniana cuando no se está atendiendo un tema correctamente, en mi modesta opinión, en el colegio.

Soy la que la tiene en más actividades extracurriculares que besos que me ha dado a mi madre, y está pendiente de la gestión: cada zapatilla, vestuario, línea que pronunciar de memoria pasan por la Lista de Pendientes (así, con mayúsculas). Soy la que se tira de panza en primera fila para tomar la foto. Soy la que se pone verde cuando lo que le ilumina la carita es que llegue papá al festival, pero secretamente se alegra de haber mandado los recordatorios correspondientes para evitarle un dolor de corazón a la criatura.

Soy la que está aterrorizada y fascinada de verla crecer, desarrollar opiniones propias y juicios de valor, muchos de los cuales no me favorecen pero igual me enorgullecen.

Soy a la que se le cae un pedacito del alma cuando se percata de la hueva inhabilitante que su mera existencia, ya no digamos sus pláticas, le provoca a la escuincla.

Soy a la que le crece un poquito el corazón cuando pide quedarse con mamá al más mínimo malestar, porque la medicina en casa de papá hace menos efecto que en casa de mamá. Amplia evidencia empírica sostiene esta hipótesis.

Soy a la que se le arruga el corazón cuando le escucha decir a sus amigas “mi mamá no es nada Cool pero tampoco está mal: es abogada de Nike y nos dan descuentos.”

Soy la que tiene que recapacitar cuando la escuincla dice: “yo no soy una de tus causas, por favor ve al colegio a ser mamá y no activista.” Y sin embargo, soy la que se la ha llevado a toda cuanta marcha intenta reivindicar una causa justa y ahora la escuincla misma pregunta cuándo y por qué vamos a marchar para irse preparando.

Soy la que disfruta viendo a través de sus ojos cada lugar que hemos visitado juntas y que se quiere tragar el tiempo de golpe porque sabe que en muy poco tiempo fin de semana en el EdoMex pero con sus amigas, va a matar viaje exótico con mamá.

Soy la que pone el grito en el cielo cuando sus contradicciones la atrapan. Mataría por defender tu derecho a ponerte lo que quieras, y no por eso ser molestada, violada, tocada. Pero de esta casa no vas a salir así vestida.

En fin. Es oficial: soy, a partir de hoy, el cliché de mamá de una adolescente. Feliz cumpleaños, escuincla de mi corazón.
@cristinamassa

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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