Por Cristina Rubalcava
París, Francia - AMOR, en San Ángel donde nací, fue una de las primeras palabras que escuché de niña. Mis padres eran amigos de los Amor y se frecuentaban.
Solían caminar por los empedrados que aún cubren calles y callejones de esos barrios coloniales donde tantos artistas vivieron y que tantos secretos aún encierran.
Hablo de la casa donde nací, en Plaza de San Jacinto 5 –ahora biblioteca y Centro Cultural de Isidro Fabela–. Ahí estaba la biblioteca de mi padre, Adam Rubalcava, quien posteriormente la donó a la de Mario Colín en el Estado de México.
Ahí en San Ángel me gustaba recorrer visualmente las pastas de los libros. No sabía leer aún, pero los gráficos y colores me llamaban la atención, y cuando aprendí un poquito con el abecedario siempre preguntaba a mis padres qué quería decir una “muno”, ya que una “vida” me parecía familiar, pero una vida de unamuno, ¡no!
Desde entonces las portadas me llaman la atención.
Cuál sería mi alegría después de que en el caso de Elena Poniatowska, al abrir la portada de sus libros, iba yo a encontrar en la treintena de ellos unas largas y nutridas dedicatorias que por sí solas merecen otro libro, pues constituyen un tejido con muchos de los recuerdos y los sentimientos del momento como un prefacio al texto real.
Un tejido, sí, con todas las vidas de la larga lista de amigos en común, y queda en esas líneas un pedacito de maravillosa vida compartida con historias hilarantes y sencillos placeres.
En este encierro pandémico dediqué mucho tiempo a abrir cajones y cajas guardadas... Ahí encontré un tesoro de “cartas cruzadas” con Elena durante unos 50 años…, y hemos hablado de ello, de todos esos cajones llenos de papelitos, que, aunque hay que tirar muchos, muchos se guardaron porque cada uno representa un pedazo de vida, un bello recuerdo.... Un teléfono o dirección de alguien que quisimos, y que quizás ya no está, pero que tiene su lugar y se reintegra en la memoria. Calles, números, perfumes y, ¡recetas de sopa de fideos!, como las que en la casa de Cerrada del Pedregal, repitiendo en Chimalistac, nos festejaban –con Guillermo e hijos– nuestra visita a la ciudad, y esos momentos únicos de calor y de amistad son un imborrable tesoro.
Esas sus cartas, que además de gran generosidad hacían que también se extendieran detrás de los sobres, siguiendo sus relatos con frases sencillas, pero ricas, de una gran poesía, como los títulos de sus obras son poesía.
Conocí a Elena desde París a través de Dominique Eluard, amiga de nuestra inolvidable Alaide Foppa, quien nos reunió. De ahí surgió una correspondencia triangulada que en esos años 70 nos referíamos a los amores, a los hijos, a la poesía, a la literatura, a la pintura.
Celebrábamos todo en esa casa de Alaide con toda su familia, con toda su familia de artistas, escritores y pintores. Seguíamos celebrando los amores y de pronto también llorando los dolores.
Cuando me hablan del próximo cumpleaños de 90 años de Elena me ha parecido extraño. Elena no tiene edad... Su joven alma y la fuerza de su amor por su familia, amigos, por todos los seres que conoce y los que imagina, es infinita. Sabe querer y respetar, y pide respeto a todas y todos por todos y todas.
Ha dedicado particularmente una especial consideración por los derechos fundamentales de la mujer, por su respeto, por su libertad. Es, por lo tanto, ejemplar en todos los sentidos. Tiene una proximidad muy especial a su alrededor. No hace distinción alguna.
Me sorprende su memoria, ya que pregunta por cada uno de todos los que ha encontrado en el camino de la vida y por su nombre.
Una “muno” ya supe quién fue... y hace mucho abrí el libro.
Una “Elena Poniatowska Amor” la llevo siempre en mi mente y mi corazón como un libro abierto a la libertad, al respeto y al amor. Y se me llena el corazón de alegría y canto con ese recuerdo, el corrido que grabamos, la maqueta para Los Tigres del Norte, con guitarra de Moustaki, a quien le hizo también tanto reír:
“Yo tenía un colchón rebonito, de esos antiguos con forro rayadito. En él viví muchos amores, muchos sinsabores, pero el colchón seguía igualito. Un día vino Elena Poniatowska, me dijo: ‘¡Oye, en tu colchón ya no cabe ni una mosca! ¡No lo vayas a tirar! Yo tengo un hijo estudiante a quien le vendría como guante’, y así el colchón con Mane fue a parar, y al pensar en el paso de tanta gente el sueño no podía conciliar…”.
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