Por Diana Torres
No es un secreto que la derecha está tomando posiciones de poder a lo largo del mundo como hacía rato no veíamos. Y es que la memoria humana es frágil y lo que era impensable hace unas décadas (gobiernos de extrema derecha siendo votados por la ciudadanía, incluso por la clase obrera), ahora está a la orden del día. El caso de Argentina es el más flagrante. Un territorio que apenas hace una generación estaba en dictadura, ahora vuelve a estar regido por la misma ideología represiva, aniquiladora de libertades, facha.
Y ¿cómo nos afecta este nuevo auge del fascismo a las personas LGTBIQ+? Bueno, pues de la misma manera que nos afecta cualquier tipo de retroceso en los derechos humanos más básicos: aumenta la violencia hacia nuestra existencia misma y los crímenes de odio, el bullying en las escuelas, se derogan leyes que nos benefician, se aprueban otras que nos perjudican, y así… Lo único bueno de vivir constantemente en alerta es que nosotrxs sí tenemos buena memoria, y de alguna manera, también tenemos la predisposición para el desastre: no nos agarra en curva, nos lo esperamos todo.
Hace un par de semanas una señora ebria regó una cerveza por la terraza y el pizarrón de mi negocio y al terminar gritó “pinche lesbiana”, y se fue. Este tipo de violencia es algo a lo que estamos expuestxs a diario en las cosas más cotidianas como nuestros puestos de trabajo, y escala hasta las cuestiones más graves como que nos arrebaten la vida.
De modo que ni siquiera se trata de la derecha o la izquierda. Se supone que vivo en la capital de un país con un gobierno progresista recién renovado, pero es el mismo país que casi tiene la tasa más alta de transfeminicidio del mundo (después de Brasil). Entonces a la pregunta de si me preocupa el incremento de los discursos de la derecha y su mayor presencia y poder en el mundo, sinceramente no sé muy bien qué responder, porque en realidad siempre estoy preocupada, gobierne quien gobierne.
Desde mi perspectiva, lo único que quizás me haría vivir un poco más tranquila es que hubiera cambios estructurales profundos, partiendo desde las instituciones educativas más básicas, en donde realmente se apostara por formar a personas para ejercer su libertad y no para convertirlxs en siervxs del sistema. Que se implementara el lenguaje inclusivo desde la primaria, que se informara a las infancias de todas las posibilidades que tienen respecto a su género y su orientación. Y, sobre todo, que no se permitiera ninguna forma de violencia hacia lo diverso, ni en las escuelas, ni en los hogares, ni en la calle. Considero que uno de los grandes problemas es que se educa a las personas para ejercer o recibir violencia al punto de naturalizarlo. Y si desde pequeñxs estamos programadxs para ese juego, ¿cómo podemos pretender erradicarlo?
Es un camino muy largo el que falta por recorrer y construir para que las personas que no somos heterosexuales, o que no estamos conformes con el género asignado al nacer, podamos realmente tener existencias libres de violencia y de discriminación. Lo más cabrón es que no se trata de una cuestión de dinero, los gobiernos no pueden utilizar esa excusa para retrasar o posponer los cambios necesarios en el pensamiento de toda una sociedad para que sea mejor para todxs; pero da la casualidad que justamente quienes tienen el poder de decidir son quienes ostentan las fortunas. Y eso es lo que realmente dificulta y hace hasta imposible cualquier cambio.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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