Por María Elena Ríos*
Hace algunas semanas, sentía que la vida no me alcanzaba para digerir el añejo pendiente de la justicia; una serie de emociones contrastadas con deseos de fuga hacia algún lugar donde nadie me conozca, donde pueda comenzar de cero y olvidarme del pasado. Pero nací en México y aquí, las mujeres tenemos una sola opción: ser valientes.
A tres años y tres meses de un intento de feminicidio con ácido, una de las violencias más extremas hacia las mujeres, mi proceso sigue como el río Atoyac en la Ciudad de Oaxaca: inmerso entre pacas, kilos de montañas de basura mientras trato de fluir. Esa es la inercia que transita entre mis venas, la resistencia que me heredaron mis antepasados.
La furia de un mar sistemático machista y racista, me aventó por un error de cálculo a la orilla de una isla y así, no ser parte de la estadística fantasma de los 715 feminicidios de los últimos seis años, posiblemente este número representa una cuarta parte de las entrañas de Oaxaca.
Alejandro Murat, el ex gobernador de Oaxaca y su esposa Ivette Moran, se empeñaron arduamente en reforzar la narrativa del Mesías Blanco; en donde el indígena no piensa, por tanto es necesario decidir por él, sin antes escucharlo. Decidir cómo se tiene que vestir, cómo tiene que bailar, cómo tiene que sonreír y cómo tiene que brillar. Y es que los que somos originarios de este territorio, nos toca de a dos; ser espectadores o ser espectáculo.
Miramos con asombro a las muertas y clamando a lo alto un efímero deseo de justicia, nos achica el edificante conducto colonial. Por otro lado, somos el bullicio de la rabia acumulada; las “feminazis”, las exageradas que solo queremos llamar la atención, las que sólo buscamos fama. Y es que en el prejuicio número uno tienen razón, a diario nos violentan de todas las formas posibles, claro que tenemos la necesidad de llamar la atención, nos están matando y estas formas si son exageradas. ¿Hasta cuándo se seguirá cuestionando al objeto y no al que genera el objetivo?.
El sexenio más violento desde hace veinticuatro años, nos heredó a Oaxaca una alerta de género desde el 2018, en donde el presupuesto, las insuficientes decenas de millones de pesos solo alcanzaron para ofrecer a una tanatóloga parte de la Secretaría de la Mujer y donde no alcanzó para un traductor de lenguas originarias en nuestras denuncias de la fiscalía. Tan insuficiente fue el modelo económico que Alejandro Murat presumió entre copas de champagne a empresarios en Nueva York, para emprender su campaña presidencial, que dejó más de 20 mil millones de pesos en deuda.
En el sexenio que se fue, las mujeres prietas importamos, siempre y cuando sea para entretener a los extranjeros a través de una enagua que brille cuando revolotea con el aire y no por el respeto a nuestro conocimiento ancestral. Importamos cuando nuestras trenzas jadeantes se posan sobre nuestra espalda, mientras los brazos empujan el rodillo del metate para convertir el maíz en masa. Tan superficial este baile de inclusión forzada que en efecto, una prieta adornó en la Guelaguetza a los reyes blancos y rubios para tratar de limpiar la represión que ejercieron a otra por manifestarse con “Oaxaca Feminicida” Las mujeres sí importamos; importamos clientes para presumir una derrama económica que sólo benefició al sector empresarial, casualmente todos ellos blancos y blanqueados, sin un centímetro de prietud oaxaqueña.
Una inclusión que nos dividió por ser la mejor bailarina, marcando una abismal indiferencia y miopía a los derechos que nos corresponden. Porque al estado le convino una estrategia divisoria, y es que como dicen los viejos dichos “divide y vencerás”. Divididas primero al odiar a nuestros cuerpos; el color negro de nuestros ojos, la talla, un cabello alborotado y una piel café. Porque la imposición fue evidente desde un principio, a tal incongruencia que la mafia gobernante tuviera rasgos occidentales; rubios de ojos claros y modos extravagantes.
“Ya es parte del pasado” “aprende a ser feliz” “no guardes rencor” “ser blanco no tiene nada de malo” son consejos expresados en medios digitales.
La violencia que viví en piel propia pasó, pero los estragos siguen siendo parte del presente; jueces y magistrados a modo, desde la cabeza todo estaba podrido pues Alejandro Murat es socio gasolinero de mi agresor. Aprender a ser feliz en este estado, en este país, tiene como requisito primero ganar una y más batallas subsecuentes. Yo estoy ganando, nosotras estamos ganando desde el momento en que comenzamos a nombrar la indiferencia, la violencia, cuando decidimos no ser parte de lo impositivo y ser lo positivo. Y es que las modificaciones a la ley general de acceso a las mujeres a una vida libre de violencia no sucedió sola, los ataques con ácido ya se reconocieron este año como violencia. El código penal federal ya castiga a nuestros atacantes pero no es suficiente, es necesario que cada Congreso lo tipifique con un estudio previo y retroalimentación a base de especialistas en la materia y por supuesto la experiencia de las afectadas. No es en contra ni de los hombres ni de los humanos blancos, reconocer que el racismo y el machismo son los pilares de un sistema que históricamente nos ha negado la posibilidad de ejercer nuestros derechos como mujeres, es el principio del fin de una minoría que nos ha saqueado, lastimado y ha hecho creer que ser prietas y mujeres es algo malo. Evidentemente mencionar estas realidades vulnera el privilegio de quienes desean mantenernos reprimidas.
Tengo miedo; sí, tengo miedo de que me maten en cualquier momento por desear mi existencia a través de la existencia de justicia pero el miedo funciona como los nervios cuando toco mi saxofón. En el escenario tengo nervios, pero ya no permito que estos me dominen.
La justicia para mí, no es solamente llegar a una sentencia condenatoria, la justicia completa probablemente no la verán mis ojos y ser, cuando la niña que hoy nació y las que nacerán los próximos días, pregunten con asombro “¿de verdad antes mataban y lastimaban a las mujeres con ácido, gasolina y fuego”? Y ese asombro solo se quedó en eso, en un asombro y no sea parte de la realidad que la rodea.
En términos occidentales, para que mejor entiendan “Somos las brujas que no pudieron quemar”
*Elena Ríos es saxofonista, oaxaqueña, y víctima de un ataque con ácido
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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