Por Florencia Torres
Cuando estaba en la sala de exploración de mi ginecólogo en el primer ultrasonido de mi segundo embarazo en plena videollamada con mi esposo para saber que “todo bien” después de 7 semanas de gestación, el doctor poco a poco empezó a cambiar su tono de voz, movía el ultrasonido de un lado a otro, hasta que llamó a su colega, esto para mí ya eran malas noticias.
Más tardé en colgar con mi marido y en vestirme de nuevo, que en estar en el consultorio escuchando los pasos a seguir para un legrado, ese día ya no salí del hospital, era mi segunda pérdida en menos de un año.
Dicen que la esperanza es lo último que muere, pero para mí, en ese momento, era lo último que tenía en mente. Nos propusieron una segunda inseminación, sabíamos que los casos de éxito a mi edad eran pocos, pero lo podíamos lograr, las millones de hormonas que corrían en mi sangre, cuerpo y cerebro decían lo contrario. Solo sería un ciclo de hormonas que me ayudaría a crecer los óvulos chonchitos y listos para una fecundación y así poder lograr un embarazo, de alto riesgo, pero al fin un embarazo. Sin dejar atrás los anticoagulantes para que no fuera un tercer aborto, el primer día la inyección dolió nivel normal, para el último piquete en el abdomen ya tenía un campo minado, todo morado y sin soportar siquiera que alguien me tocara, menos introducir una aguja llena de líquido frío y doloroso. Al final cada inyección era un recordatorio constante de la lucha que había empezado.