Por Heredera Romanov
En un remoto reino, donde el sol besa las montañas al amanecer y las brisas acarician los campos al atardecer, reinaba con desdén un monarca, cuya majestuosidad en edad contrastaba con la decrepitud de sus ideales. Era un rey que se erguía como una columna de mármol en un palacio de espejos, un gobernante cuyos ojos, una vez agudos, ahora se nublaban por un velo de egolatría y desdén hacia los clamores de su pueblo.
Una mañana, al despertar, el rey se encontró con una sorpresa inesperada: un grotesco barro infeccioso se había anidado en su rostro, justo bajo la nariz. La pus, como una afrenta a su autoridad, desafiaba su semblante. Consideró, en su delirio de grandeza, que tal vez era una artimaña de sus adversarios, un conjuro para despojarlo de su poder.
"¿Qué es esto?", exclamó, al tiempo que se palpaba el rostro, en un intento vano de comprender la naturaleza de su aflicción.
Un médico real fue convocado de inmediato. Este, un hombre de rostro adusto y gesto servil, observó el barro con atención, antes de emitir su diagnóstico.
"Mi señor, esto es una fuerte afección cutánea", dijo el médico con voz reverencial.
El rey, cegado por la arrogancia, escuchó con atención las palabras del médico, quien le aseguró que para curar su mal, lo mejor sería utilizar remedios naturales, infusiones de hierbas y ungüentos elaborados según recetas milenarias, para que además así pusiera el ejemplo a su pueblo.
"¡Es la medicina de nuestros ancestros! ¡La medicina verdadera!", proclamó el médico, con una mezcla de convicción y adulación. "Con esto, demostrará a su pueblo que no necesitamos de las artimañas de la medicina moderna, ni de hospitales, ni de médicos interesados que vienen a envenenarnos con sus pociones".
El rey, temeroso de perder aún más el control sobre su reino, asintió con solemnidad. Ordenó que se llevaran a cabo todos los rituales de curación según las enseñanzas ancestrales, mientras él mismo se entregaba a los cuidados del médico real.
Y así, en un espectáculo digno de farsa, el rey se sometió al tratamiento, mientras sus súbditos, con ojos incrédulos y estómagos vacíos, observaban desde la distancia. El espectáculo del monarca, embadurnado en ungüentos y envuelto en hierbas aromáticas, se convirtió en una parodia de la realidad, una sátira de la arrogancia y la indiferencia del poder.
Y mientras el rey se aferraba a su trono, tratando de mantener a raya los demonios de la enfermedad y la insatisfacción popular, el pueblo suspiraba con resignación, consciente de que en aquel reino, la verdadera enfermedad no residía en la piel del monarca, sino en el corazón de un sistema que prioriza la vanidad sobre la verdad, la opulencia sobre la necesidad, y la ignorancia sobre el bienestar de sus ciudadanos.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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