Por Heredera Romanov
Cuando uno se halla habituado a una dulce monotonía, ya nunca, ni por una sola vez, apetece ningún género de distracciones, con el fin de no llegar a descubrir que se aburre todos los días.
Germaine de Staël (1766-1817)
Hay quienes dicen que los domingos son esas criaturas vestidas de melancolía, de vacío, de oscuridad con la imperiosa necesidad de encontrarle sentido a la vida, aunque a veces se llegue a la pavorosa conclusión de que no lo tiene.
Pero para el rey, los momentos más grisáceos de la semana eran los que transcurrían de lunes a viernes, justo después de las 11 o 12 de la mañana cuando el sol empezaba a ponerse en cenit. Llegaba a sus aposentos -después de dictar su discurso diario a los habitantes del reino- y cumplía con un riguroso protocolo para enfilarse al descanso que se perpetuaba hasta el amanecer. Primero, dejarse caer sobre el pie de cama, con un sonido bofo como el de un balón tirado al césped sin entusiasmo. Desamarrarse las agujetas -no permitía que nadie le ayudara puesto que lo consideraba algo muy íntimo- aflojarse los zapatos, quitárselos; colocar entonces los pies dentro del par de pantuflas afelpadas a cuadros y respirar durante unos minutos sin hacer nada. Pensar, a veces, en las provocaciones del día, en los aciertos, en las cosas que para él marcaban un rumbo definido de su corona, en un análisis superficial para no llegar a la corteza de su principal miedo: la posibilidad de que estuviera equivocado.
Observar a su alrededor: una habitación cargada de decoración barroca y antigua, que finalmente apreciaba porque le recordaba dónde estaba, a dónde había llegado. Luego de unos minutos de deshonesta reflexión había que buscar la ropa de inactividad que sus ayudantes le dejaban en la cabecera. Esta vez, una camiseta blanca hasta el punto de brillo, un suéter gris y un pantalón holgado del mismo color.
Una vez cambiado su disfraz de rey por el de un hombre retirado en un asilo de lujo, se disponía a dormir una siesta que a veces se prolongaba hasta dos horas. Ningún teléfono rojo, ningún timbre. Ninguna emergencia. Siempre decía lo mismo, hasta que él avisara que estaba disponible.
Ver venir el día como una llanura interminable -hasta que se sospecha que habrá a algo más allá del sol- fue su adicción en los primeros años de su reinado. Saber que las horas que esperaban en fila para presentarse en su calendario no tendrían más que algo de asueto, televisión, redes sociales o terapias físicas le generaban una tranquilidad exagerada que a veces rayaba en un hastío profundo. ¿Cómo sorprender mañana? ¿Con qué movimiento de ficha en el tablero desestabilizar? ¿De qué adversario real o imaginario tenerse que defender? Se preguntaba quizás en un intento de salir de su estupor.
Las voces de los rebeldes empezaban a proliferar que él no hacía nada durante el día. Que las batallas estaban perdiéndose frente a los enemigos, y que la gente no tenía pan ni solución para afrontar el problema. Pero el rey no tenía conocimiento de que esa información pasaba boca a boca entre sus gobernados debido al hermetismo de su encierro durante el día. La ignorancia es el mejor antídoto contra la preocupación.
Una mañana, después de dar su mensaje diario y dirigirse a sus aposentos para seguir la rutina de todos los días, frenó en seco. Entró a la habitación y el olor a naftalina y almidón le generó un atisbo de alerta: probablemente era hora de suspender su descanso que duraba todo el día para colocar alguna actividad en su agenda. Arrastró los zapatos, aún sin desabrochar, y llegó hasta la cabecera. Vio la ropa de descanso, vio al pie las pantuflas. Decidido, levantó las cobijas y se metió dentro de ellas con el disfraz de rey puesto. Durmió 35 horas durante las que tuvo un sueño en el que no se volvía a quitar la ropa de trabajo jamás y solo bajaba al salón principal a dar su mensaje y órdenes a sus súbditos durante cinco minutos para volver a dormir hasta que finalizara su mandato.
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