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Por Ingela Camba Ludlow*

“Estar en familia” es uno de esos conceptos que parece decir tanto que es necesario desentrañarlo; la premisa “la familia es la base de la sociedad” parece simplificarlo en extremo. Desde un punto de vista social esta concepción puede ser acertada; sin embargo, relativo a la manera en cómo la familia estructura y moldea la mente del ser humano, está más bien incompleta.

La familia es un laboratorio de dinámicas humanas. Oscila entre un espacio y un cuadrilátero en donde se experimentan emociones y respuestas humanas: los impulsos, las reacciones a estos, los ensayos para pedir perdón, un lugar para reparar el daño hecho al otro. Sí, también puede ser un lugar de cicatrices que a su vez pueden borrarse un poco con el paso del tiempo o de la vida, o que pueden marcar para siempre. La familia  es un lugar de posibilidades.

Este sitio lleno de futuros es la familia para un niño; es el contexto en donde se crece. El psicoanalista mexicano Santiago Ramírez escribió: “infancia es destino”. La pregunta clave que debemos plantearnos, varias décadas después, es: ¿al crecer el individuo puede preguntarse acerca de esa familia y re-establecer lazos desde adentro? La posibilidad de poder hacerlo le permitirá cambiar la calidad de estos lazos que devendrán en vínculos más suaves o flexibles, los cuales sustituirán esas cadenas que aprisionan, que siente le exigen lo que debe cumplir en la vida, o lo que debe rendir para la familia y a que a veces resultan imposibles.

El tema es complejo y requiere profundizar. Para Lacan es necesario reconocer que “la familia predomina en la educación inicial, la represión de los instintos, la adquisición de la lengua a la que se designa como materna, así gobierna los procesos fundamentales del desarrollo psíquico, la organización de las emociones …, transmite estructuras de conducta y de representación cuyo desempeño desborda los límites de la conciencia”.  ¿Cómo reflexionar al respecto? Pues bien, muchas veces podemos repasar nuestras historias de familia, aunque en ocasiones no lo contamos porque pensamos que puede resultar irrelevante o en el otro extremo podría ser demasiado doloroso. Aun así, estas posibilidades estarían del lado de la conciencia. Lo que resulta complicado para la vida, las más de las veces, son aquellas conductas o ideas que llevamos con nosotros mismos, pero que las ignoramos, quizá porque ya son tan automáticas que pensamos que no pueden ser de otra forma. Así, en la familia se transmiten formas de conducta que desconocemos y solo el encuentro con otro muy cercano, ya sea una pareja o una amistad, puede mostrar o reflejarnos en un espejo. La familia condiciona hasta que llega un día en el que podemos hacer algo diferente.

La familia va mucho más allá de un estado civil o jurídico. Pero lo que transporta cada familia en sus palabras, sobre todo en sus silencios, es único y moldea el carácter, la personalidad y los ideales de cada uno de los integrantes de manera diferente. Sin embargo, el ser humano puede elegir y para ello primero es necesario (como condición, no como obligación) saber que se tiene dicha posibilidad. Y si bien no se elige a la familia que se tiene o de la que se proviene (porque de cambiar es también aceptar la propia historia), sí se puede elegir cómo ser en esa familia y cómo estar en esa familia. Y estar, quizá, quiere decir descubrir cuál es la cercanía óptima y encontrar las palabras justas que lo ayuden a mediar esa distancia para estar en paz consigo mismo.

Entender esto no es el secreto de la felicidad, aunque sí es un camino para entender aquello que nos hace infelices sin saberlo. Es reconocer el tatuaje invisible de ser parte de una familia.

*Ingela Camba Ludlow es psicoterapeuta psicoanalítica de PCC (International Coaching Federation) y Systemic Team Coaching (European Mentoring and Coaching Council)

@IngelaPsi

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