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Por Isabel Mercado
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En Bolivia, a los pedidos de justicia se los lleva el viento. Y los trapos sucios se lavan en casa.

Es algo tan natural, estamos tan acostumbrados, que cuando el 19 de enero pasado, se conoció el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que condenó al Estado boliviano por violar los derechos humanos y judiciales de una mujer objeto de una violación sexual cuando era menor de edad, no hubo más que el acostumbrado revuelo de algunas (pocas) horas.

Brisa de Angulo se llama la joven que sufrió abuso sexual cuando tenía 16 y que invirtió más de dos décadas de su vida buscando justicia. El fallo de la CIDH no es precisamente la respuesta ante esa búsqueda, pues en los juzgados bolivianos el proceso sigue –como cientos de otros- durmiendo el sueño eterno.

Brisa –que es colombiana- fue violada reiteradamente cuando tenía entre 15 y 16 años por un primo suyo de 26 en la ciudad de Cochabamba. Ella y su familia denunciaron los hechos ante la justicia boliviana y solo obtuvieron indiferencia, más abuso y acoso de quienes estaban, supuestamente, para defenderla. El agresor sigue en libertad, lleva una vida normal mientras ella ha pasado la mitad de su vida tratando de rehacerse del trauma que la marcó para siempre.

Con todo, la CIDH ha puesto el dedo en la llaga exhibiendo en un fallo –más simbólico que vinculante- la complicidad de un Estado que tiene leyes que no respeta y funcionarios que acrecientan el calvario que sufren las mujeres víctimas de violencia.

Es parte de la dolorosa paradoja que viven las mujeres en este país: aprobada en 2023, la Ley 348 “para garantizar a las mujeres una vida libre de violencia” es un espacio vacío de contenido… No hay administradores de justicia que velen porque las mujeres accedan a ella, no hay presupuestos para implementar acciones de protección y mucho menos de prevención, y están naturalizadas prácticas patriarcales y violentas sobre el cuerpo de la mujer.

El ejemplo de Brisa es un retrato fiel: en 2002, ella, una adolescente de 16 años, luego de ser violada en su propia casa, por su propio primo y animarse a denunciarlo, fue sometida a un examen médico forense realizado por un médico de sexo masculino con la asistencia de cinco estudiantes de medicina (todos hombres) y sin la presencia de sus padres.  Una y otra vez se describieron los abusos; una y otra vez ella fue expuesta y señalada, y el acusado protegido. Una y otra vez, hasta ahora.

Este caso no es la excepción sino la regla. Cada año se registran en Bolivia un promedio de 100 víctimas de feminicidio e innumerables víctimas de violencia sexual, abuso, acoso y todo tipo de discriminación. La violencia se ha vuelto una anécdota, los procesos y sentencias son lentos y escasos, creando un circuito de revictimización e impunidad alarmantes.

En un país donde la justicia es inalcanzable para todos, las mujeres están en la retaguardia, resignadas a un lugar decoroso en los discursos, en las promesas electorales y en las expresiones de buena voluntad. Aunque se diga lo contrario, la violencia de género sigue siendo en Bolivia un asunto privado, escondido, cómplice de un sistema (un Estado) que no sólo es ineficiente sino profundamente machista y que sigue predicando una igualdad y un respeto en el que no cree.

*Isabel Mercado es periodista boliviana. Directora de Página Siete; beca María Moors Cabot en la Universidad de Columbia.

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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