Por Jacqueline Peschard*
La propuesta de reforma electoral del presidente Andrés Manuel López Obrador quiere echar para atrás más de treinta años de construcción de instituciones democráticas en el país. Éstas han sido el producto de complicados consensos entre las fuerzas políticas y de muchos esfuerzos de servidores públicos entrenados y comprometidos con lograr elecciones libres y competidas con las que ya contamos. Las alternancias en todos los niveles de gobierno, desde el federal hasta el municipal, así lo demuestran, aunado al hecho de que las más recientes encuestas muestran que el INE cuenta con la confianza del 70% de la población que es la proporción más alta de cualquier institución pública del país. (El Financiero, 26 de oct. 2022; Reforma, 1 de nov. 2022)
Con el argumento de que las elecciones son muy costosas, se pretende dinamitar todo el andamiaje electoral existente para volver al modelo centralizado y en manos del gobierno que estuvo vigente durante la época de dominio de un solo partido en el país.
Son muchos los ángulos que aborda la iniciativa presidencial, pero sólo me referiré a lo que tiene que ver con la organización de los comicios. En primer lugar, se quiere atropellar la autonomía del INE y del Tribunal Electoral, pretendiendo que los consejeros y magistrados sean nombrados por el voto de los ciudadanos, como si fueran representantes populares y no integrantes de dos organismos profesionales y altamente especializados. Para ello, los candidatos a dichos cargos surgirán, no de una convocatoria abierta y un examen de conocimientos, como se hace actualmente, sino de listas elaboradas por la Presidencia, el Congreso -con mayoría del partido en el gobierno- y el Poder Judicial, es decir, por los tres poderes, a los que los funcionarios electorales electos quedarían subordinados, sacrificando con ello su independencia. Para ganar los cargos, los aspirantes tendrán que hacer campaña para obtener el respaldo de los electores y está claro que popularidad no es sinónimo de imparcialidad que es lo que requiere un árbitro de elecciones. Pero, si esto no fuera suficiente, este procedimiento no reduciría el costo electoral, sino todo lo contrario, porque la organización de la sola elección de consejeros costaría alrededor de 8 mil millones de pesos.
La iniciativa plantea también quitar al INE la confección del padrón electoral, cuya integridad es la plataforma básica de cualquier elección porque determina quién está facultado para votar. Actualmente, la elaboración y actualización del padrón está vigilada por las respectivas comisiones en la federación, las 32 entidades federativas y los 300 distritos electorales, en las que participan todos los partidos políticos. Hoy en día, la autonomía del INE asegura que todos los ingresos y bajas del padrón estén bien documentados y revisados por los actores políticos para que nadie tenga más de una credencial, pero tampoco pueda ser borrado del listado, como sucedía en la época del PRI hegemónico y del control de las elecciones por parte del gobierno.
La estructura del INE, según la propuesta de reforma presidencial, dejaría de estar conformada por personal calificado y evaluado profesionalmente (Servicio Profesional Electoral), para sólo tener empleados temporales que carecerían del conocimiento y la experiencia para desarrollar las complejas tareas de ubicación de las más de 160 mil casillas que se instalan en cada elección, de capacitar a los funcionarios de casilla, de elaborar y actualizar el padrón electoral, entre muchas otras actividades técnicas. Dejar en manos de inexpertos la organización de las elecciones pondría en entredicho cada fase del proceso comicial, desde el padrón hasta la difusión de los resultados electorales.
A escasos 10 meses de que inicie el proceso de las elecciones presidenciales de 2024, este no es un momento adecuado para emprender una reforma electoral de fondo como lo pretende la iniciativa del presidente López Obrador. Primero que nada, ésta no cuenta con el consenso de todas las fuerzas políticas, pero tampoco hay tiempo para poner a prueba una nueva estructura de la autoridad electoral. Todo ello introduciría gran incertidumbre a las elecciones, poniendo en riesgo la transmisión pacífica del poder.
La reforma electoral propuesta no sólo es regresiva, sino innecesaria. Desde 2014 en que el IFE se convirtió en INE, todas las elecciones han sido reconocidas como válidas por ganadores y perdedores por igual, en buena medida porque han ofrecido garantías de imparcialidad y de competitividad. Como bien dice el dicho, “si las cosas funcionan, ¿para qué cambiarlas?”, sobre todo de forma precipitada y en un contexto tan polarizado como el que hoy existe.
*Fue Comisionada Presidente del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública de 2009 a 2013; Consejera Ciudadana del Instituto Federal Electoral de 1997 a 2003 y presidenta del Consejo Ciudadano del Sistema Nacional Anticorrupción en 2017.
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