Por Linda Atach
Me fascinan los bodegones. Exhiben la fruta en su momento de mayor esplendor para afirmar que todo se marchita y nada es para siempre. Lo hacen para advertirnos que ese peso ineludible también toca a las personas, aunque nos empeñemos en negar nuestra ruta hacia el fin y que vamos por la vida haciendo daño y buscando repararlo, como si fuéramos eternos.
Aunque el espejismo de la juventud no nos deje verlo, para los seres humanos el tiempo es inflexible y se va rápido: de la -para muchos nula- protección de la niñez, llega la fantasía de la adolescencia que muta en los tiempos responsables de edad adulta y después, de forma casi imperceptible, en el ingrato espacio de la vejez.
En nuestros imaginarios colectivos un anciano es igual símbolo de sabiduría, que de maldad, fealdad y perversidad. Y si en la antigüedad había culturas donde los mayores eran objeto de respeto y veneración por sus conocimientos y lugar de intermediarios en los oráculos,
hoy todo ha cambiado y ellos integran una población vulnerable y despreciada, presa del aislamiento y la discriminación.
Este abandono crece si el adulto mayor es una mujer y si además de ser anciana y mujer, vive en condiciones de pobreza extrema, tiene alguna discapacidad, es trans, indígena o afrodescendiente, por que en nuestro país, las mujeres mayores son objeto de la superposición del rechazo, pero también del desprecio por el género femenino, que hace que en México existan más de 11 víctimas de feminicidio cada día.
¡Pinche vieja! ¡Vieja pendeja!, ¿quién no ha usado estas palabras para denostar a una mujer de cualquier edad y condenarla con la ofensa de la vejez? ¿Quién no ha aislado a una mujer por que su cuerpo ha dejado de ser políticamente correcto por su incapacidad de reproducirse? ¿Por qué ya no es elástica o bella? No se vale negarlo: si lo hemos hecho y hemos abusado del privilegio de la juventud por que la vejez nos causa aversión y la sola proximidad de la muerte nos mata poco a poco con su sabor a soledad y deterioro.
Ya es tiempo de cambiar la perspectiva, pero no será fácil. Es un hecho que vivimos en un país cada vez más insensible al dolor y por eso impacta tan poco que el 13% de las mujeres de más 60 años sean objeto de agresiones psicológicas y el 14.6% de las adultas mayores que sufre de violencia, la reciba de un familiar o de las personas con quienes habita. Ojo: los principales agresores son los hijos y los más cercanos.
Los datos duros que aparecen en los informes de diferentes ONG e instancias del Estado, no sirven de nada sin la conciencia de una sociedad capaz de modificar su forma de actuar, pero, ¿Cómo cambiar el micro mundo de la familia y la comunidad si el contexto que los contiene es violento e impune?
De cara a la conmemoración del Día Internacional de la mujer, además de marchar y exigir una vida libre de violencia, urge reflexionar y actuar en torno a la desatención y el olvido que padecen las mujeres mayores. Basta analizar que en 2025 nuestra esperanza de vida será de casi ochenta años y entonces México tendrá una población de 7 millones de mujeres mayores. ¿Las queremos inactivas, despreciadas, excluidas del mundo laboral y de las ideas, a pesar de su experiencia?
La amenaza es latente: si no la revertimos, esta problemática tocará cada vez más hogares y llegará a nuestras madres, abuelas y tías, incluso a nosotras mismas. Así que, antes de ejercer discriminación normalizada, hablar o mirar a una mujer mayor desde una óptica reprobatoria y descalificar sus aptitudes, pensemos que el tiempo lo alcanza todo.
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