Por Linda Atach, doctora en Historia del Arte por la UNAM, especialista en Cultura Visual y Género, artista y curadora mexicana. Desde 2010 encabeza la Dirección del Departamento de Exposiciones Temporales del Museo Memoria y Tolerancia de la Ciudad de México.
Deja de ponerte en mi lugar, explotó mi amiga, después de horas en una charla que ya no nos llevaba a ningún lugar. Tranquila, querida, intenté calmarla, sin advertir lo superficial de mi empatía: ¿Qué podía aportarle yo para hacer más tolerable su inquietud? ¿Cómo infundir valor en un entorno hostil, donde se tienen todas las de perder?
No puedo estar tranquila, me respondió desafiante, limpiándose la nariz ensangrentada.
¿Sabes? A veces es muy difícil no poder vivir en tu piel, pero estoy viva y eso es lo importante.
Nacida Jorge, desde muy pequeña Amarintha, -prefiere quedar en el anonimato-, transitó por la desgarradora búsqueda de su ser, que en términos técnicos, reduce una vorágine de desencuentros a un puñado de términos fríos y desprovistos de emoción, como la definición de la identidad de género o la elección de la orientación sexual y la expresión de género.
El trayecto fue duro. En un principio, la culpa le horadó el cuerpo y el alma. En ese entonces, Amarintha todavía era un pequeño que soportaba la carga de no ser como los demás ¿Por qué carajos no te vas jugar como todos?, ¡míralo, que niñita!, la hostigaban sin piedad.
Más tarde y aún bajo la condena culposa, el adolescente ya había abandonado sus estudios y se enfrentó a la vergüenza que, además de confinarlo en una permanente sensación de incomplitud, lo llevó a una severa depresión y a varios intentos de suicidio. El joven creía que no merecía vivir: ¿Por qué soy así?, se cuestionaba sin saber hacia dónde iba, ¿qué hice para merecer esto? ¿Qué hago, cómo lo digo?
Con la distancia de los años Amarintha ya consigue relatar parte de su viacrucis: recibir tanto desprecio te hace pensar que estás condenado al infierno. Yo sabía que nunca me iban a aceptar, las barreras y el prejuicio le ganan al amor. Casi todos los amigos me dieron la espalda, otros me golpearon. La familia negó mi existencia, eso fue lo que más dolió.
A los quince años ya era el puto, el gay, el marica, por eso decidí cambiarme de cuerpo y trabajé en lo que hubiera para conseguir los medios para la operación.
Para Amarintha, la modificación corporal fue un arma de dos filos. La felicidad de ser mujer la reafirmó como blanco de insultos y amenazas, además de los obstáculos que hasta hoy enfrenta para acceder a su derecho de tener una vida libre de violencia. Igual de sombrío es su horizonte laboral aún restringido al trabajo sexual, a ser bailarina o estilista y, aunque en el marco legal ya es una mujer, muchos siguen tratándola como un varón, considerandola inferior y muchas veces despidiéndola sin explicaciones a causa de su adecuación de género.
El caso de Amarintha nos habla de la vulnerabilidad y también de la estigmatización de las minorías pertenecientes a la diversidad sexual, en especial las mujeres trans, que por mucho, son las más violentadas de la comunidad LGBTTTIQA+. ¿Se debe esto a la exacerbación del desprecio al género femenino? ¿Será que esta violencia obedece a su deseo de abandonar el cuerpo masculino?
Nada justifica que las expectativas de vida de una mujer trans sean de 35 años. Mueren por falta de acceso a la salud, por violencia, por que no pueden con lo que les toca enfrentar. Es demasiado peso.
Desde hace más de una década, la Ciudad de México ha sido reconocida como progresista y si bien fue el marco de la primera marcha de transexuales, transgénero y travestis (1983), pionera de la ley del matrimonio igualitario (2010), en otorgar la facultad al registro civil para expedir actas de nacimiento a personas trans sin necesidad de un proceso judicial (2015) y en prohibir de las terapias de reconversión (2020), en el tema de la atención a las personas trans, falta mucho por hacer.
La tarea pendiente de nuestra ciudad y también de nuestro país se ubica en el rubro más renuente y con la mayor resistencia, pues más que que involucrar el esquema legal -que por supuesto es necesario-, implica un cambio en la percepción, la educación, la conciencia y el respeto a las personas trans, su sentir y sus demandas. De nada sirven las leyes sin una sociedad que las incorpore a su cosmovisión.
Esto no es ni será una tarea sencilla, sobre todo, si tomamos en cuenta que fue apenas en 2018 cuando la transexualidad fue eliminada en la lista de enfermedades mentales de la Organización Mundial de la Salud.
Amarintha salió hace pocos días del hospital. El sangrado de la nariz era post-operatorio. La atacaron al salir del trabajo por el sólo hecho de ser una mujer trans. No hubo operativos, ni denuncias, solo un ser humano desatendido y olvidado.
Voy a salir adelante, insiste, confiada en que las cosas irán mejor.
Amarintha tiene una ventaja: su ilusión por la vida sigue intacta y hará todo -una vez más- para salir a flote.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
Más de 150 opiniones a través de 100 columnistas te esperan por menos de un libro al mes. Suscríbete a Opinión 51.
Comments ()