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Por Luciana Wainer
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Si yo me parara, un día cualquiera, en mitad de la calle más concurrida de esta capital y gritara: «Naaaaada. Nada per-so-nal», esperaría que alguien, al menos una persona, respondiera con el famoso coro: «oh, oh, oh» que inmortalizó la banda argentina Soda Stereo en 1985. Según cuenta Tashi, quien fuera novia de Gustavo Cerati, ese coro fue inspirado por Charly García. Él mismo lo confirmó en una entrevista: «A la gente le gusta cantar», aseguró el genio malévolo de bigote bicolor y oído perfecto.

A veces, la política se ve reducida a eso. Un coro pegadizo que se repite entre las multitudes y que se mece al ritmo de la canción de moda. No debería extrañarnos, entonces, que llegue un hombre con un raro peinado nuevo, autodenominándose libertario y cantando al ritmo de La Renga —otra banda de rock argentino que sigue conjugando a miles de almas en los estadios del país—y se gane a más del 30% del electorado, mientras asegura que terminará con la educación pública, «quemará» el Banco Central y acabará con la «casta» política.

Nada de eso es cierto. Me explico: Javier Milei, el candidato del partido La libertad avanza que se posicionó como primera fuerza política en Argentina después de las elecciones primarias del pasado domingo, es uno en los mítines y otro, muy distinto, en las entrevistas. Es lógico; de eso se trata, también, el arte del convencimiento en campaña: promesas dulces y slogans contundentes, estribillos y coros que las multitudes puedan cantar con el corazón en la mano y a todo pulmón. ¿Y quién no quiere gritarle a la casta política tradicional que se les acabó la fiesta cuando seis de cada diez niños y niñas viven en pobreza? ¿Cuántos no se ven identificados con la retahíla de insultos que Milei lanza a diestra y siniestra contra el gobierno y la oposición por igual? ¿Cómo no sentir que te tratan como estúpido cuando el ministro de economía, quien vio cómo la inflación anual en 2022 alcanzó un 94.8% sin poder hacer nada, es ahora el nuevo candidato a presidente? Hasta los convencidos tienen sus límites. Y esos límites, generalmente, tienen que ver con la necesidad de supervivencia.

Sin embargo, y a pesar de lo mucho que los partidos tradicionales se merecen el enojo y la apatía política que reina en la sociedad argentina, el caldo, en este caso, puede salir más caro que las albóndigas. O la ensalada que el asado, pues. Cuando Milei ahonda en las propuestas, expresadas en grandes titulares, que lo han llevado a ser considerado un antisistema, florece la estructura de una canción sin melodía. Milei no es antisistema: es, por el contrario, la propia consecuencia del sistema.

Quien se jacta de querer erradicar la «casta» política, lleva desde diciembre de 2021 ocupando un puesto como diputado federal sin haber integrado ninguna comisión ni presentado un solo proyecto propio. Además, se ausentó en 41 de las 87 votaciones que hubo en la Cámara y votó en contra en 32 de las 46 en las que estuvo presente. Quien anuncia que no habrá educación pública explica, después, que en realidad se tratará de un sistema de vouchers educativos —como si la experiencia de los tickets canasta de los años noventa no hubieran sido suficiente fracaso—, que servirán para pagar la escuela «que uno elija». ¿Entonces no desaparecerán las escuelas públicas? No, contesta Milei en varias entrevistas, éstas, según sus propias palabras, tendrán que competir con las escuelas privadas y, así, se mejorará la calidad de la educación. Milei no explica cómo se financiarán los vouchers, claro, ni cómo hará para no incrementar el gasto público manteniendo las escuelas, el personal y, además, los vouchers. Milei tampoco aclara cómo harán las escuelas públicas para competir con las privadas, habiendo tantas desigualdades estructurales y de funcionamiento. Milei evita mencionar qué valor tendrá el mentado voucher: ¿me alcanzará para pagar la escuela privada más cara de la ciudad o la misma escuela pública por la que nunca había desembolsado un solo peso? Pero Milei, por sobre todas las cosas, no dice lo más importante: este plan es imposible de aplicar desde el Ejecutivo, ya que la educación está en manos de las provincias.

Hay, sin embargo, un plan que sí puede ejecutar: el de restringir derechos. Desde el acceso a la interrupción del embarazo —que en Argentina es legal desde 2020—, hasta la erradicación de la educación sexual integral en las escuelas. Sobre ambas mostró su repudio el candidato. Incluso su compañera de fórmula, Victoria Villarruel, aseguró, durante una entrevista, que estaba de acuerdo con la unión civil entre personas del mismo sexo, pero disentía de la ley de matrimonio igualitario aprobada en 2010. Al parecer, la idea liberal se les acaba, precisamente, al hablar de libertades.

Es cierto que el balón aún está en la cancha: aún quedan las elecciones generales del 22 de octubre y una posible segunda vuelta si es que ninguno de los candidatos obtiene el 45% de los sufragios o el 40% con diez puntos de diferencia sobre la segunda fuerza. Pero las opciones no abundan.

Habrá que ver si la elección del “menos malo” —como ya es costumbre en Argentina—, no termina con un estribillo sin canción. El “oh, oh, oh” solo pudo transformarse en uno de los temas emblemáticos de Soda Stereo por la letra de Gustavo Cerati que acompaña. De lo contrario, el coro se disolvería ante el inminente encuentro con la realidad: un ejemplo de emoción sin comunicación.

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@lucianawainer_

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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